Javier Tajadura Tejada-El Correo

  • Los partidarios de Trump, y del populismo iliberal en general, solo aceptan un Poder Judicial sumiso y por ello su mayor ambición es controlarlo

Estados Unidos ‘inventó’ la democracia constitucional en 1787. Su Constitución establece un complejo sistema institucional cuyo objetivo principal es la salvaguarda de la libertad frente a la tiranía. El modelo pivota sobre una doble división de poderes: entre las tres ramas del gobierno (ejecutiva, legislativa y judicial) y entre los poderes de la Unión y los de los Estados miembros. Este sistema de ‘checks and balances’ (controles y equilibrios) ha garantizado la continuidad de la democracia durante más de dos siglos. Ahora bien, la exportación del modelo a otros países del continente no tuvo éxito. El sistema presidencialista o de «caudillaje democrático» (García-Pelayo) puede degenerar fácilmente en un sistema dictatorial. Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia en la mayor parte de los países de América y lo que podría ocurrir también en EE UU bajo la presidencia de Trump.

La gran desventaja del sistema presidencialista estadounidense respecto a los sistemas parlamentarios europeos reside en la elección directa del jefe del Estado y del Gobierno. Al ser elegido directamente por los ciudadanos y no por el Parlamento, las facultades de control de este último sobre el presidente están limitadas. A diferencia de un sistema parlamentario donde el Ejecutivo depende de la confianza del Parlamento y puede caer en caso de perderla, en los sistemas presidencialistas, el mandatario no necesita contar con el respaldo del legislativo (porque tiene directamente el del electorado) y solo puede ser destituido en el supuesto extraordinario de comisión de un crimen especialmente grave (traición, cohecho…). De esa forma, en EE UU solo el Poder Judicial puede impedir que el sistema degenere en dictadura; con el Tribunal Supremo en la cúspide de ese poder y último baluarte en defensa de la libertad.

En la historia constitucional de Estados Unidos, la presidencia y el Supremo se han configurado como las instituciones depositarias de la autoridad y la legitimidad del sistema. El mandatario electo encarna la legitimidad popular-democrática y el Supremo, la legitimidad de la Constitución que está llamado a preservar. Corresponde al presidente la dirección política del país, respetando la Constitución; y es misión esencial del Poder Judicial (en cuya cima se sitúa el Supremo) velar por que la actuación del presidente se mantenga siempre dentro de los límites (formales y materiales) que la Constitución establece. Es el Poder Judicial, y no el Gobierno, el que tiene la última palabra sobre lo que es constitucional y legal y lo que no lo es.

Esto último es lo que Trump y sus partidarios no aceptan. El Tribunal de Comercio anuló los aranceles generalizados a las importaciones impuestos por Trump. Una corte de apelación suspendió después la ejecución de la sentencia mientras resuelve el recurso del Gobierno. Un tribunal federal de Boston suspendió cautelarmente la orden presidencial que prohibía la admisión de estudiantes extranjeros en las universidades. En ambos casos, la última palabra la tendrá el Supremo. Este se pronunció el 30 de mayo en un caso muy relevante a favor del presidente y suspendió el fallo de un juez de distrito que había paralizado la cancelación del programa de protección humanitaria que permitía la residencia temporal en el país de 500.000 personas (de Cuba, Nicaragua y Venezuela).

Los partidarios de Trump (y del populismo iliberal en general) sostienen que «los jueces no elegidos no deberían inmiscuirse en el proceso de toma de decisiones presidenciales». Solo aceptan un Poder Judicial sumiso y por ello su mayor ambición es colonizarlo y controlarlo. De los nueve magistrados que componen el Supremo, tres fueron propuestos por Trump. La responsabilidad histórica a la que se enfrenta este tribunal es enorme.

La crisis constitucional de Estados Unidos se proyecta sobre todas las democracias y puede ser considerada cuasigeneral. El día 1, México, al establecer la elección popular de todos los jueces y fiscales, dejó de ser un Estado democrático de Derecho. En numerosos países europeos, y de forma singular en el nuestro, el Poder Judicial sufre una campaña de acoso y derribo. Los gobernantes electos -y sus votantes- rechazan el control judicial de sus actuaciones. De esta forma, las democracias constitucionales corren el riesgo de convertirse en autocracias electorales.

El constitucionalismo como movimiento en defensa de la libertad mediante la limitación y el control del poder responde a una cosmovisión racionalista e ilustrada en la que los árbitros neutrales, las élites políticas, el conocimiento experto, la opinión pública informada, la intermediación, la moderación ocupan un lugar destacado. El ocaso de esa cosmovisión en Estados Unidos, y en otros lugares, pone en grave peligro la supervivencia de la democracia constitucional.