Ignacio Camacho-ABC
- Esto es una emergencia nacional de la que el Gobierno tiene que hacerse cargo porque la autonomía ha entrado en colapso
Las espeluznantes dimensiones de la tragedia de Valencia aún son estimativas, y lo serán mientras siga habiendo más de un millar de personas desaparecidas. La pandemia nos vacunó contra el impacto sobrecogedor de las cifras, pero no ha conseguido disipar en la sociedad española la frustración ante el fracaso reiterado de la (mala) política. Nos cuesta aceptar que es mal momento para la ira. Y la clase dirigente tampoco logra entender que hay circunstancias ante las que no es posible tomar medidas con la mirada puesta en intereses electoralistas. La destrucción del consenso social, el mal de esta época, tiene consecuencias decisivas cuando no se trata de redactar leyes sino de la necesidad perentoria de salvar vidas y de mostrar siquiera un poco de empatía con las víctimas.
Mazón es un dirigente mediocre rodeado de un equipo incompetente al que la gravedad del desastre ha sobrepasado. La administración regional se ha bloqueado, atacada por una mezcla de impotencia, ineptitud y pánico. Simplemente, la magnitud del desafío institucional planteado por la riada ha quedado fuera de su ámbito y mientras más tarde en reconocerlo peores serán los daños. Por eso no hay modo de comprender la renuencia del Gobierno central en hacerse cargo asumiendo las competencias con que la ley le faculta en estos casos para tomar el mando. Esto es una emergencia nacional, una crisis de Estado, y necesita recursos y decisiones que quedan fuera del alcance de una autonomía en colapso.
Pedro Sánchez se empeñó en gobernar pese a haber perdido las elecciones, y ahora está en la obligación de hacerlo. Hay mucha gente que desconfía de él y al mismo tiempo le requiere una intervención que tal vez le reprochará luego. Da igual: su responsabilidad exige contraer riesgos sin parapetarse, como en la segunda fase del covid, en poderes territoriales ajenos. Los cuatro días que ha tardado en desplegar al Ejército, acaso esperando a que Mazón se lo pidiera, han irritado a una población desmoralizada por la absoluta carencia de medios y la ineficiente descoordinación de unas autoridades enfrascadas en su habitual dinámica de recelos. El Ejecutivo no ha dado una sola razón que justifique la desestimación de un decreto de alarma claramente imperativo ante la trascendencia del momento.
Lo que hay en juego no es sólo la supervivencia de miles de personas y la reconstrucción de una comarca devastada. Está por medio un factor de extrema importancia como es la confianza de los españoles en el funcionamiento de las instituciones democráticas. La tentación populista emerge cuando la política convencional falla en la hora de aportar eficacia y responder a situaciones críticas con soluciones operativas rápidas. Los años de confrontación sectaria tienen un coste, y ese coste se paga en términos materiales y en el intangible pero peligroso crecimiento de la desafección ciudadana.