Ignacio Varela-El Confidencial
- Una pauta siempre repetida y frustrada: el intento vano de combatir la adversidad por la vía de cambiar de ministros
Esta vez, ha habido en los ministerios más tomas de desposesión que de posesión. Los cesados en el papel estelar y los nombrados en el de figurantes de un drama de política gore. Más melancolía y mala leche que euforia. Y una constatación: cuanto más cerca llegas a estar de Sánchez y más te entregas a él, más peligro corres de pasar por la guillotina. No es buena idea proclamar que te tirarías por un barranco por este líder, porque más pronto que tarde te pondrá en ese trance (y de poco vale asegurar que no te arrojaron, sino que tú quisiste saltar).
45 años y siete presidentes del Gobierno. Una pauta siempre repetida y frustrada: el intento vano de combatir la adversidad por la vía de cambiar de ministros. Todos los presidentes de esta democracia sin excepción usaron una y otra vez el comodín de mover el banquillo a la desesperada cuando sus gobiernos entraron en fase depresiva. El objetivo siempre fue el mismo: recuperar la iniciativa, inyectar ilusión, ganar peso político, refrescar el equipo, iniciar una nueva etapa.
El recurso no funcionó jamás. No se recuerda un caso en el que un cambio de ministros haya logrado invertir una tendencia desfavorable o transformar un ciclo ponzoñoso en uno virtuoso. Con frecuencia, el cambio de caras no hizo sino reproducir y agudizar los problemas.
Adolfo Suárez formó cinco equipos de gobierno en cinco años, hasta su dimisión final. En los 20 meses de su presidencia, Leopoldo Calvo Sotelo cambió el Gobierno en cuatro ocasiones mientras su partido se derrumbaba. Las dos primeras legislaturas de Felipe González fueron bastante estables: con mayorías absolutas cómodas, solo hizo una remodelación en cada una de ellas. Pero en las otras dos, a medida que avanzaba el desgaste, se sucedieron vertiginosamente los cambios ministeriales. Ninguno logró frenar la corrosión. Aznar, con su famoso cuaderno azul, ensayó varias fórmulas vicepresidenciales y ministeriales sin efectos sustantivos para corregir los desastres políticos de su segundo mandato. Zapatero jugó mucho a los cambios efectistas, y entró en frenesí cuando la crisis lo desarboló: quitaba y ponía ministros al mismo ritmo que aprobaba ‘paquetes de medidas’, cada uno más estéril que el anterior. Rajoy, abúlico y funcionarial, se limitó a ir sustituyendo piezas según caían abrasadas por los casos de corrupción. Al final, dejó un bolso vacío en el escaño como testimonio postrero de su indolencia.
Cuando la infección afecta al organismo entero, mover el banquillo convulsivamente solo sirve para agitar el barro del camino
Los cambios de ministros son políticamente operativos en dos circunstancias: cuando se forma un nuevo Gobierno tras unas elecciones o cuando se trata de sanar una herida puntual en un área de gestión. Pero cuando la infección afecta al organismo entero porque su foco está en la cabeza o viene de nacimiento, mover el banquillo convulsivamente solo sirve para agitar el barro del camino, no para despejarlo.
Ninguna de las circunstancias que han deteriorado el Gobierno de Sánchez en tan solo 15 meses de legislatura tiene origen ministerial. Ni siquiera puede culparse a la pandemia. Sus lesiones vienen de fábrica. La identidad de este Gobierno ante la sociedad está marcada fundacionalmente por la personalidad tóxica de su presidente y por la naturaleza excéntrica de la coalición que lo forma y de la mayoría que lo sostiene y de la que depende existencialmente. Su ser y su imagen ante la sociedad se edifican sobre esos dos pilares. En la medida en que uno de ellos —o ambos— genere zonas de rechazo social cada vez más extensas, no hay purga de fieles ni alcaldesas promovidas a ministras que lo remedien.
Este es un Gobierno de Pedro Sánchez (de su propiedad), compartido con Unidas Podemos y apoyado en los nacionalismos radicales. Ese es el producto que se ofrece al país. A partir de ahí, las dos únicas cuestiones relevantes son: a) si la agregación de Sánchez con la extrema izquierda populista y los nacionalismos destituyentes es la fórmula de gobierno más adecuada para lo que España necesita, y b) si existe una mayoría social dispuesta a respaldar esa fórmula y darle continuidad en las urnas. De la respuesta que se obtenga a esa doble cuestión depende el destino del Gobierno sanchista. Todo lo demás, ministros y ministras incluidos, forman parte del decorado, sección de complementos. Como reposa en la sección de complementos el PSOE, esa criatura legendaria que, al parecer, ha cobrado una importancia inusitada después de haber consentido que el vampiro la dejara exangüe.
No fue Iván Redondo quien autorizó la aventura murciana y lanzó a Gabilondo a un choque frontal con Ayuso sobre fascismos y comunismos. La decisión de traer a España clandestinamente al líder del Polisario y abrir una peligrosa crisis con Marruecos (tras una sucesión de desconsideraciones a la relación con ese país inspiradas en su día por el flamante ministro de Exteriores) se tomó en Moncloa. En Moncloa se decidieron los indultos, así como la confrontación sistemática con el Poder Judicial; el pobre Campo se limitó a inmolar por tan dudosa causa su prestigio como jurista. Las sucesivas desescaladas y sus consiguientes oleadas (vamos por la quinta) respondieron siempre más a las urgencias políticas del jefe que a la razón sanitaria. Y el romance con ERC —cueste lo que cueste y nos cueste lo que nos cueste— es un designio personal de Sánchez.
«Estamos ante un caso de progeria política que no se cura con bailes en los ministerios»
El modelo sanchista conduce inexorablemente a la personalización paroxística del poder y a la polarización como principio estratégico esencial. Es eso lo que hace que sus gobiernos envejezcan más prematuramente que cualquier otro que descansara sobre bases más racionales. Estamos ante un caso de progeria política que no se cura con bailes en los ministerios.
No es anomalía menor que, en una remodelación que se lleva por delante a una vicepresidenta y a un puñado de ministros que supuestamente gozaban de la máxima confianza del presidente, la gran noticia política sea el cese del director del Gabinete: teóricamente, un órgano de asistencia de segundo nivel y, en la práctica reciente, una célula de concentración exorbitante de poder fuera de todo control democrático. Una derivación saludable de esta purga será la reasignación a sus espacios naturales de gestión del emporio político acumulado por Redondo.
Tampoco es habitual que todos los intérpretes y analistas traten como categoría de esta crisis a los que salen del Gobierno, dejando en anécdota a los que entran. Tienen razón, es mucho más trascendente defenestrar a Ábalos que traer a Madrid a la alcaldesa de Gavá y cargarse a Redondo que rehabilitar a Óscar López; pero a la vez, es un síntoma que corrobora la inanidad de una crisis de Gobierno que tiene mucho más de ajuste de cuentas con el pasado reciente que de promesa de un futuro distinto, y que no impedirá que el Gobierno permanezca en crisis. Calculo que para el otoño ya se habrá hecho viejo.