José Antonio Gómez Marín-Vozpópuli

  • Resulta imprescindible prestar una mayor atención a esta decadencia del sistema educativo y, en especial, de la Universidad

Abducidos por el zafarrancho de nuestra vida pública apenas reparamos en circunstancias clave de nuestra difícil actualidad. Cuesta salir del círculo de tiza de la escandalera diaria, siempre más suculenta para el espectador pasivo, sobre todo, paradójicamente, si se trata de aproximar la atención a asuntos más complejos y menos opinables.

El de las crisis que vivimos, sobre todo, y hablo de las crisis en plural convencido de que la que padece la política no es la única que nos aflige. El descabellado optimismo con que desde arriba nos insisten en la crisis de crecimiento de nuestra economía apenas suele reparar en que ésta no es autónoma sino que depende, y en alto grado, de otras que, en escondido paralelo, condicionan, cada día con mayor gravedad, la decadencia que a ojos vista estamos viviendo en España y fuera de España a pesar de los asombrosos progresos de la ciencia y la tecnología.

En España, para empezar, no cesa la queja que, surgida del mercado de trabajo, alerta sobre la falta de profesionales tanto cualificados como sin cualificar. No hay camareros en una economía que vive del turismo y eso es, con toda evidencia, sumamente grave, al tiempo que faltan albañiles, algo que, en medio de una explosiva falta de viviendas, no deja de ser fatal. Tampoco faltan las quejas sobre la escasez de sanitarios, pero no suele repararse en la paradoja de que a los egresados de nuestro sistema de enseñanza se los vienen rifando en el extranjero.

Cada año aumenta la oferta universitaria de nuevas –y algunas no poco extravagantes— especialidades al tiempo que se multiplican los llamados “dobles grados” que no dejan de constituir una ironía en un país en el que malamente sobreviven los sencillos o simples de toda la vida. ¿Cómo explicar tanta contradicción sin caer en las socorridas improvisaciones? Pues para empezar admitiendo que la Universidad española –que durante la democracia se ha multiplicado hasta el absurdo— anda viviendo una profunda crisis paralela a la que experimenta la docencia media.

La multiplicación de centros universitarios para nada garantiza, no la excelencia o siquiera un aceptable nivel medio de la docencia, sino que está pagando el inevitable descenso de la calidad de los estudios provocado por la forzosa improvisación de un nuevo profesorado para atenderlos. Eso no quiere decir que entre los nuevos docentes falten estupendos profesionales sino, simplemente, que en los cuarenta años que ha durado ese proceso expansivo no hubo tiempo suficiente para fraguar un nuevo magisterio.

Una crisis que condiciona

Porque, en efecto, esa es la cuestión: que la universidad actual no ha dado tiempo a los estudiosos para constituir el nuevo magisterio sin el cual no cabe esperar de la enseñanza otro fruto que la reproducción de las titulaciones. Basta echar una mirada atrás para apreciar el imposible parangón de los actuales claustros, no ya con los que florecieron con anterioridad a la Guerra Civil, sino incluso con los que sobrevivieron a duras penas bajo la dictadura franquista.

Hoy no encontramos en la Universidad –citados sean al azar– maestros como Ortega o Sánchez Albornoz ni tampoco civilistas como Federico de Castro o matemáticos como Rey Pastor, pero tampoco los hallamos entre sus sucesores de la indiscutida talla de los Laín Entralgo, Prieto Castro, Gómez Arbolella, Vicéns Vives, Díez del Corral, José Antonio Maravall, Carriazo o tantos otros que crearon escuela. Y lo propio ocurre en el resto de la civilización occidental, como suele detectar, sin atinar con la causa, una opinión frecuente que incluso propone la absurda hipótesis que supone apostar por un futuro reconocimiento para atisbar el cual no existe aún perspectiva adecuada.

No estaría de más reflexionar sobre en qué medida esa crisis de la universidad condiciona, más allá de los propios resultados educativos, la idoneidad del resto de la población laboral que, salvo el caso de los trabajadores estrictamente manuales, no dejará de padecer un adiestramiento disminuido en su alcance.

Pero sin olvidar que nuestra crisis particular no es exclusiva. No hay más que mirar –en cualquier perspectiva, incluyendo la meramente culturalista– a Francia, a Inglaterra o a los mismos EEUU para comprobar cómo ya no cuentan en sus claustros ni en su vida cultural con Sartre, ni Camus, ni Russell, ni Marcuse.

Algo que poco y mal puede consolar a los españoles, que cuentan hoy con más universidades que nunca pero se ven humillados al comprobar las pocas que entre ellas figuran entre las cien mejores del mundo que figuran en los habituales rankings. Entre la constelación crítica que nos abruma resulta imprescindible prestar una mayor atención a esta decadencia del sistema educativo y, en especial, de la Universidad. Porque, en definitiva, es más que probable que, atendiendo a ese declive y tratando adecuadamente sus causas, las otras crisis –ésas que prodiga el telediario— pudieran reconocerse como proyectadas sobre un transparente tan benéfico como debelador.