Jon Juaristi-ABC
- Hace ochenta años, una gran pensadora judía rescató el catolicismo antitotalitario
El 29 de septiembre de 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Hannah Arendt publicó en el semanario estadounidense ‘The Nation’ un artículo sobre los pensadores católicos de la primera mitad del siglo XX, ‘Cristianismo y revolución’. Aunque judía –o precisamente por serlo–, la autora profesaba verdadera simpatía por la Iglesia y veía con preocupación el declive por el que atravesaba en aquella Europa en ruinas. Entre los intelectuales de los que trataba el artículo, Arendt reconocía su afinidad con Péguy, Bernanos y Chesterton, en los que veía atisbos de una auténtica renovación del catolicismo, y mostraba su repulsa hacia los «católicos sin fe» como Maurras y compañía, que «amaban a la Iglesia, pero detestaban la fe cristiana a causa de sus contenidos intrínsecamente democráticos» y que, ferozmente antisemitas desde los tiempos del ‘affaire’ Dreyfus, habían terminado inclinándose ante Hitler. En una zona moral ambigua quedaba Maritain, cercano en un tiempo a Maurras, pero a quien separó de los ‘camelots du Roi’ el asco por la judeofobia que exhalaban. Sin embargo, Hannah Arendt situaba a los esposos Maritain lejos de Péguy, porque aquellos buscaban ante todo salvar sus almas, lo que distaba de ser la principal preocupación de los renovadores.
El filocatolicismo de Arendt ha sido heredado por destacados pensadores judíos actuales como Weiler o Finkielkraut, autor este último de un excelente ensayo sobre Péguy, ‘Le mécontemporaine’ (Gallimard, 1992). Por cierto, Joseph H. H. Weiler, Premio Ratzinger de 2022, pronunciará una conferencia el próximo día 25, en la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid, sobre ‘La libertad religiosa en la Europa del siglo XXI’.
En fin, volviendo al artículo de Hannah Arendt, afirmaba esta que «quien describió las diferencias esenciales entre la pobreza –que fue siempre una virtud, tanto para los republicanos en Roma como para los cristianos medievales– y la miseria, que es la plaga moderna reservada a quienes rechazan perseguir el dinero y se niegan a las humillaciones del éxito, fue Péguy» (esta genial ironía de Arendt inspiró el mencionado ensayo de Finkielkraut). «En el cristianismo –proseguía su artículo– había algo más que la muy útil denuncia del rico como hombre perverso. Su insistencia en que la condición humana es limitada bastaba para permitir a los cristianos una muy honda comprensión de la esencial inhumanidad de todos los intentos modernos por transformar al hombre en superhombre». La historiadora del origen de los totalitarismos de nuestro tiempo descubría así, apenas derrotado uno de ellos, el valor profético del cristianismo de Péguy y demás renovadores, que, al contrario que Maurras (y de tanto maurrasiano español de la misma época), «lo que odiaban del mundo moderno no era la democracia, sino la falta de ella».