Cristianos

Juan Carlos Girauta-ABC

  • «Hoy es Sábado Santo, único día del año sin liturgia eucarística. Estamos entre la muerte y la Resurrección de Cristo. Para la Iglesia, es día de recogimiento. Si usted cree, o no creyendo es un ser culto, esta es la fecha idónea para fijar la vista en el hecho histórico capital (primer caso), o en una leyenda fundacional (segundo caso): el Cordero que nos redime con su sacrificio está a punto de triunfar sobre la muerte»

En un sentido cultural, aquí todos somos cristianos, salvo los creyentes de otras fes. Bajo la Cruz, en la herencia del humanismo cristiano habita, lo sepa o no, ese mundo, quizá mayoritario, «que da en no creer en nada», que diría Machado. También los que creen en cualquier cosa porque dejaron de creer en Dios, según la fórmula de Chesterton. Y desde luego están ahí agnósticos y ateos. La insistencia en la negación activa de Dios propia de los ateístas, el genuino afán de convencer que exhiben los más sinceros, denota una implicación de la que suele carecer el creyente. También ellos respiran en la atmósfera cristiana. Es más, la propia tendencia artística de la provocación antirreligiosa es puro contraste,

solo existe como reacción. Aunque hay que ser muy ingenuo para creer que es fácil escandalizar de verdad a un cristiano con palabras, cuadros o ‘performances’.

Puesto que Europa no se entiende sin la Cruz, Grecia y Roma, el más ferviente religioso y el más combativo ateísta comparten coordenadas cristianas o, más justamente, judeocristianas: Jesús, María, José y los doce apóstoles eran judíos. También el hombre sin el cual el cristianismo sería quizá un pie de página en libros eruditos: San Pablo. «Soy judío, nacido en Tarso de Cilicia», le dice al tribuno romano antes de su prisión. La doctrina cristiana es incomprensible sin partir de la Ley mosaica, y su difusión es impensable sin su desbordamiento.

Hoy es Sábado Santo, único día del año sin liturgia eucarística. Estamos entre la muerte y la Resurrección de Cristo. Para la Iglesia, es día de silencio y recogimiento. Si usted cree, o no creyendo es un ser culto, esta es la fecha idónea para fijar la vista en el hecho histórico capital (primer caso), o en una leyenda fundacional (segundo caso): el Cordero que nos redime con su sacrificio está a punto de triunfar sobre la muerte. La Semana Santa se vive, según el grado de fe o de apego, como una reproducción anímica, sentimental o ritual del proceso que empieza con la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de un burro (o quizá con el previo llanto de Jesús por Jerusalén) y termina con la Resurrección. El Redentor ha sido vejado, golpeado, torturado, escarnecido y ejecutado por la autoridad romana mediante crucifixión, método particularmente doloroso, de muerte lenta, reservado a los peores criminales.

A estudiar el juicio contra Jesús dedicó sus últimos veinte años el abogado judío Paul Winter, con una entrega tal que moriría en la indigencia. La lectura de su obra ‘El proceso a Jesús’ resulta imprescindible para comprender el origen del prejuicio antisemita que, corriendo los siglos, acabaría rompiendo en dos la historia con el Holocausto. El estigma del pueblo deicida se levantó sobre ambigüedades y sobre mentiras flagrantes. A Jesús lo torturó, juzgó y ejecutó el Imperio romano. Pero no era precisamente fácil llevar a Roma una fe basada en la premisa de que el hijo de Dios, Dios hecho hombre, había venido al mundo para ser maltratado hasta lo inimaginable, condenado a muerte y asesinado por sus autoridades del modo más cruel. Por inverosímil que pueda parecer a quien conozca las huellas históricas del personaje, la fabricación de un Pilatos bueno o empático, alguien que en realidad no deseaba la muerte de Jesús, no solo funcionó atemperando poco a poco la peligrosidad de aquella secta perseguida (cuando fue la oficial del imperio ya era demasiado tarde para corregir algunas fatídicas licencias). También se prolongó en la cultura occidental, que siguió lavándole las manos al verdadero responsable de la condena tanto en la alta cultura (‘El maestro y Margarita’ de Bulgákov, ‘Vida de Jesús’, de Renan) como en la cultura popular (‘Jesus Christ Superstar’). En la ópera rock, llevada al cine por Norman Jewison, el gobernador romano -hombre duro, inflexible e impermeable a los sentimientos ajenos como sabemos por Filón y por Josefo- grita con desesperado desgarro al trigésimo noveno latigazo, casi sin poder soportarlo, cuando ‘se ve obligado’ a castigar a Jesús en un intento de que los judíos se contenten con ello.

Nadie influirá tanto en el curso de los acontecimientos posteriores como San Pablo, que no conoció a Jesús. O que, por el contrario, contempló su rostro y habló con Cristo resucitado camino de Damasco, en una visión que cambiaría la historia del mundo. Hoy muchos lo atribuyen a un ataque epiléptico, pero como apuntó Josef Holzner en 1953: «La crítica incrédula ha hecho los más desesperados esfuerzos para explicar la experiencia de Damasco como la visión de una persona débil e histérica. […] Opónese a esto su increíble actividad durante treinta años. Si alguna vez un hombre ha tenido sano entendimiento humano y sentido de la realidad, este es Pablo».

Leemos en una homilía antigua sobre el Gran Sábado, que es hoy: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo».

En cuanto el sol se ponga empezará a celebrarse la Resurrección, sin esperar a la medianoche por razones prácticas. Todos somos culturalmente cristianos, pero no hay manera de ser cristiano a secas interpretando la Resurrección como un mero símbolo. Si en el Antiguo Testamento los niveles de lectura son múltiples, y quizá inagotables, hay un punto del Nuevo que nos sujeta a un sentido: Jesús de Nazaret resucitó realmente. Si no fue así, todo es inútil.