José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La vallisoletana –que jamás asumió un compromiso con el partido, ni tuvo cargo orgánico- ostentó en Moncloa un volumen de facultades, cuantitativo y cualitativo, exorbitante
Ayer se cerró a las 14 horas el censo de militantes del PP que el 5 de julio elegirán candidato y compromisarios para el congreso extraordinario del partido que se celebrará el 20 y 21 de julio. Sorprendentemente, la candidatura favorita parece ser la de Soraya Sáenz de Santamaría, exvicepresidenta plenipotenciaria de Mariano Rajoy en tres legislaturas, la X (2011-2015), la XI (de diciembre de 2015 a junio de 2016, si bien en funciones) y en la XII (de junio de 2016 a mayo de junio de 2018) en la que el anterior presidente y su Gobierno, con el PP, perdieron el poder ganándolo Pedro Sánchez y el PSOE al prosperar, por primera vez en democracia, una moción de censura.
Durante estos años hay que comenzar a preguntarse si en España ha gobernado el ‘rajoyismo’ o el ‘sorayismo’. La vicepresidenta ha tenido entre 2011 y 2018 un inmenso e incalculable poder. Superior a cualquier otro/a vicepresidenta. De tal manera que no puede explicarse la gestión de Rajoy sin la de Sáenz de Santamaría, y a la inversa. Para bien, pero también para mal. La vallisoletana –que jamás asumió un compromiso con el partido, ni tuvo cargo orgánico ni base territorial- ostentó en la Moncloa un volumen de facultades, cuantitativo y cualitativo, verdaderamente exorbitante.
Acumuló a su condición de vicepresidenta, el Ministerio de la Presidencia y portavoz, y a partir de 2016 también el de Administración Territorial para implementar la muy fracasada ‘operación Cataluña’ que culminó con la retrasadísima aplicación del 155, tardanza a la que hay que atribuir una evitable judicialización penal de la crisis. Suya –de Sáenz de Santamaría- fue la estrategia de escabullir el bulto de la política mientras hervía el ‘procés’ remitiéndolo a los jueces, fueran estos los del Tribunal Constitucional o los jurisdiccionales de la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Las consecuencias, las estamos viendo y, sobre todo, comprobando su reversión por el Ejecutivo de Sánchez.
La vicepresidenta lideró en el seno de los distintos Gobiernos de Rajoy un ‘lobby’ de ministros afectos, siendo los principales, los hermanos Nadal (en posiciones inicialmente de segundo nivel y luego de primer), Fátima Bánez y, sobre todo, Cristóbal Montoro, al que avaló en su desastrosa amnistía fiscal (2012), anulada el año pasado por el Constitucional. Este ‘lobby’ ministerial pugnó por la hegemonía respecto de otros ministros que tuvieron que agruparse (el famoso G5) para resistir el envite, alzándose José Manuel García Margallo como referencia de contestación a la política de la vicepresidencia que con su ‘longa manu’ alcanzaba a instancias varias, desde la RTVE hasta los medios privados de comunicación, pasando por la utilización de la oficina económica de la Moncloa frente al Ministerio de Economía del discreto y sufriente Luis de Guindos.
La vicepresidenta recabó para sí el CNI, que se ha mantenido bajo su control hasta la llegada del nuevo Gobierno, lo mismo que los Servicios Jurídicos del Estado. Presidió todas las comisiones delegadas del Gobierno, incluso la de Asuntos Económicos que se reservó Rajoy y que acabó delegando también en ella. Suya fue la estrategia jurídico-constitucional a tenor de la cual el Gobierno en funciones (casi 10 meses) no se sometió al control de las Cortes Generales, asunto ahora pendiente de sentencia del Constitucional. Y suya fue la táctica de vetar las iniciativas de la oposición en el Congreso (más de 40) que Pedro Sánchez se está aprestando a levantar.
Sáenz de Santamaría, abogada del Estado como María Dolores de Cospedal, tuvo la extraña capacidad de –además de pasar olímpicamente del partido- provocar la reactividad de muchos de los ministros de Rajoy, fueran o no amigos del presidente (Soria, el mencionado García Margallo, Rafel Catalá, Juan Ignacio Zoido…). Por todo eso se acuñó el término ‘sorayos’ referido no solo a los ministros afectos, sino a los muchos secretarios de Estado que también lo eran, embajadores y cargos varios. Mariano Rajoy le dejó hacer hasta el final de los finales que se produjo en la sobremesa en el Arahy de Madrid, cuando decidió entregar el poder con armas y bagajes, sin resistencia alguna, al PSOE de Pedro Sánchez, después de la negociación –brillantísima como se ha visto- de los Presupuestos con el PNV y en la que intervino como era de rigor la vicepresidenta plenipotenciaria.
La crónica del ‘sorayismo’ (funcionarismo, burocracia, legalismo) es también la del ‘rajoyismo’ sin que se esté muy seguro de qué fue antes, si el huevo o la gallina. En todo caso, sí tenemos ante nosotros el resultado. Sánchez va a revertir todo lo que pueda la labor del uno y de la otra (en muchos casos con el aplauso transversal, como en el de la ley mordaza) que cerraron con una moción de censura –caso inédito- su trayectoria en el poder. Extraña desde luego que Sáenz de Santamaría sea la favorita en estas primarias ‘sui generis’ para designar la nueva presidencia del Partido Popular. Pero, como dice el refrán, cada cual se ahorca del árbol que más le gusta. Mientras la más genuina ‘rajoyista’, Ana Pastor, parece perpleja por la espantada de Núñez Feijóo ante la vicepresidenta y la aparente ventaja de la candidatura de la que fue ‘vicetodo’.