El Correo-LORENZO SILVA

Plantar dos mil cruces es una expropiación ominosa del espacio público y un escarnio de la verdad y de las auténticas tragedias

Dos mil quinientas cruces amarillas. Quien esto escribe no las ha contado, e ignora si alguien lo ha hecho, pero ese es el número que dan los medios sobre la plantación de crucifijos reivindicativos que el independentismo dio en instalar el pasado domingo en la Plaza Mayor de Vic. Como es bien sabido a estas alturas, poco después de que quedara desplegada la instalación un coche irrumpió en la plaza –peatonal–, arrolló las cruces que pudo y por muy poco no se llevó por delante a alguno de los varios partidarios de la independencia que se acercaron al vehículo en marcha para cubrir de insultos al conductor.

Cualquier día, por este camino, va a acabar pasando algo. Se trata del último episodio, por ahora, de la era de crispación y enfrentamiento civil que decidió inaugurar el secesionismo con los vergonzantes plenos del Parlament de septiembre de 2017, tendentes a abolir el Estado de Derecho que venía sosteniendo la convivencia democrática en Cataluña. Crispación y enfrentamiento recrudecidos tras los sucesos de finales de ese mismo mes y los del 1 de octubre –más la fallida declaración de independencia posterior y la suspensión temporal de la autonomía– y que a estas alturas resulta notorio que forman parte esencial de la agenda fijada por el separatismo para consumar la quiebra del Estado en Cataluña y la instauración de su república.

Plantar dos mil cruces, como si hubiera habido otros tantos muertos –o dos, qué más da–, es una provocación, una expropiación ominosa del espacio público y un escarnio de la verdad y de las auténticas tragedias que en el mundo acontecen. Quienes alientan la performance lo hacen con el claro propósito de exasperar a quienes no comulgan con su proyecto, y a la vista está que lo consiguen. Crucificando simbólicamente al disidente con sus alardes, buscan que este se exalte y que acabe propiciando algún percance que otorgue sentido real a un martirologio que hoy por hoy vive de la pura hipérbole.

La táctica no es nueva. Ya citaron el 1 de octubre al Estado a una encerrona semejante, y si bien quienes tomaban entonces las decisiones –los jueces que estuvieron demasiado confiados y el Gobierno que acabó entrando al trapo tarde y mal– les dieron la baza publicitaria de una actuación inútil y desafortunada, la profesionalidad de la Policía y la Guardia Civil impidió que se produjera un resultado trágico, forzando al secesionismo a la sobreactuación en la que anda desde entonces. El peligro es que la provocación actual, indiscriminada y persistente, con la ayuda impagable del lazo cuya ausencia señala al tibio, saque de quicio a quienes no tienen tanta sangre fría. Toca a quienes gobiernan aplacar los ánimos. Embestirlos es un regalo que bajo ningún concepto puede hacerse a quienes nos crucifican.