ABC 19/06/14
IGNACIO CAMACHO
· El más longevo dirigente de la Transición se ha retirado, apoyado en un bastón, tras los cortinajes de la Historia
EL único político español en cuarenta años que ha autorrecortado sus poderes es el Rey Juan Carlos, el «ciudadano Borbón» que dice Cayo Lara. Otros han limitado el tiempo de sus mandatos, pero solo él ha salido del cargo con muchísimo menos poder del que tenía cuando entró. Utilizó el mando omnímodo que le legó Franco para promover una democracia coronada en la que el monarca tiene que pedir permiso hasta para salir de viaje. Ese es el gran valor de la etapa juancarlista, insuficientemente ponderado en la educación cívico-política de los españoles, y ese es el que permanecerá en la memoria de la nación más allá del postrer declive en medio de la mayor crisis institucional de nuestro Estado moderno.
A lo largo de sus casi cuarenta años de reinado, Don Juan Carlos ha hecho gala de un excepcional instinto político, propio de una generación que tuvo que crear un régimen ex novo partiendo de algo peor que la nada: de las estructuras dictatoriales de un sistema autoritario. Quizá la propia percepción de que sus facultades intuitivas mermaban ante la trepidante evolución social haya resultado determinante en la decisión de la retirada, que aunque deja una inevitable sensación de vértigo histórico tal vez constituya su último rasgo de lucidez. La sobria despedida de ayer en Palacio contiene, componente emocional aparte, una condición de solemnidad simbólica propia de un cuadro de época. El primer y más longevo dirigente de la Transición se ha retirado, apoyado en un bastón, tras los cortinajes de la Historia.
El nuevo Rey llega elogiado hasta la desmesura por su sólida preparación para ejercer la Jefatura del Estado, una consecuencia lógica de la larga y concienzuda formación recibida. Tiene madurez intelectual, equilibrio emocional y una conciencia muy exacta de las exigencias de su papel público. Pero el instinto no se hereda: es una cuestión de nariz, de experiencia y de carácter. El de Felipe VI es bastante distinto al de su padre: más hermético, más contenido, más ordenado, quizá menos empático o más distante. Más moderno también, o más actual. El monarca saliente era un inmigrante del siglo XX en el XXI; su hijo inaugura el protagonismo generacional de una sociedad ya mentalmente acomodada en la centuria vigente. El suyo apunta a ser un reinado menos intervencionista: otra proyección, otra sensibilidad, otro estilo. Nada tiene que demostrar excepto una cosa: que está equipado para el liderazgo intangible y para el pensamiento estratégico, para moverse con lucidez y peso específico en el estrecho pero esencial margen que media entre sus escasas funciones constitucionales y su intenso ascendiente simbólico… y político.