Editores-Eduardo Uriarte

Se ha abierto camino entre amplios sectores de la izquierda española la tesis sobre la incomprensión del resto de España, de sus gobiernos, y muy especialmente de la gente de derechas, de entender la problemática e incluso al pueblo catalán. Me sorprende escuchar tales argumentaciones a algunos politólogos en medios de comunicación proclives a la izquierda, o más neutrales como en El Confidencial – “Abascal, Rivera y Casado ciegos ante el tsunami independentista”- cuando tal argumentación, que se puede resumir en el “no nos entienden”, además de ser muy vieja carece de todo fundamento real.

El “no nos entienden” se empezó a utilizar desde las vísperas de la Transición por el mundo cercano a ETA y fue poco a poco extendiéndose al nacionalismo más moderado. El reproche dirigido a los representantes políticos españoles formaba parte fundamental de la estrategia victimista que tan jugosos recursos materiales consiguió para Euskadi, a la vez que construía el foso de incomprensión política que tendría que desembocar en la secesión. Esta argumentación, que fue dejada en suspenso en aquellos tiempos de la Transición tan responsables del nacionalismo catalán -éste sin desear el Concierto Económico apoyó efusivamente la Constitución-, es ahora usado no sólo por todo el nacionalismo periférico, sino por los numerosos defensores del derribo del sistema del setenta y ocho que pululan por toda España.

Si se entiende: los nacionalismos periféricos, descendiente del tradicionalismo regionalista, católico e incluso integrista, tiene hoy por caudillos una élite burguesa que defiende el monopolio del poder a través de la creación de estados propios. De extenderse el ejemplo de la multiplicación de estados supondría el caos internacional, por ello no se encontrará artículo alguno en la legislación comparada en favor del derecho de autodeterminación para minorías en el seno de estados democrático consolidados como es nuestro caso.

“En Cataluña mucha gente ha enloquecido”, me contestó un profesor universitario al preguntarle por un viejo amigo común. No necesitó ampliar su respuesta. En Cataluña hasta representantes de intereses económicos vitales comprenden el arrebatador discurso y el gran encuentro humano y fraternal tras la república catalana que se está produciendo entre sus paisanos nacionalistas -los que no son nacionalista, como pasa en Euskadi, no pintan nada-. Estos hombres de empresa son personas educadas. Modulan su hablar, pero en él introducen planteamientos propios de mentes juveniles, a las que hay que consentirles cierta osadía y desconocimiento, pero no a ellos.

Un responsable de turismo en Cataluña, preocupado ante la imagen desastrosa para el sector que estaban dando las manifestaciones violentas, usaba como fuente de autoridad nada menos que a Artur Mas, padre de todo este espantoso espectáculo, recogiendo lo que éste decía, que la independencia no podía poner en peligro la economía. Toda secesión supone empobrecimiento, hasta el Brexit va a ser perjudicial para todos. Sólo el difuso sometimiento a la ideología dominante puede referirse a Mas como fuente de autoridad en una cuestión tan comprobada por economistas. El profesor Mikel Buesa, entre otros, estiman en un 25 por ciento el descenso del PIB catalán en caso de secesión. La unión política en el pasado tuvo como fin, también, el beneficio económico de las partes, unión de la que Cataluña no puede sentirse perjudicada. Pero Mas sabía perfectamente a la hora de poner en marcha el procés que toda independencia empobrece.

No existe secesión que vaya a suponer beneficio económico. No existe secesión que pueda ser democrática si se produce en el seno de una democracia establecida, ni que garantice libertad para sus futuros súbditos. La independencia es fáctica, a la fuerza, en la mayoría de los casos con violencia, coherente con los destrozos y heridos en las ciudades catalanas en la actualidad. Esto no ha hecho más que empezar, ¿o creían que la independencia se conseguía con la mera declaración en el Parlament?

El futuro estado catalán, si se da, será el de los caciques locales, y su sistema no será democrático, será nacionalista, ideología de clara vocación totalitaria y reacia a los derechos individuales y de las minorías. Y, sin embargo, sectores económicos catalanes y del izquierdismo español, incluidos algunos ambientes universitarios, contemplan con normalidad, incluso con simpatía, un fenómeno que en otras partes de Europa, como en la antigua Yugoslavia (proceso que con mucho interés siguió ETA), observarían con temor y rechazo. En Cataluña mucha gente ha enloquecido y en España mucha izquierda también.

La exaltación y enajenación ideológica es el impulso motivador siempre presente en el nacionalismo, aunque en Cataluña vaya camuflado tras la retórica de libertad, derechos, y democracia. Lo que no ha entendido la gente que se considera entender las auténticas raíces del independentismo, y consecuentemente lo defiende, es que democracia, republicanismo, ilustración, implican unidad y universalismo.

La incapacidad en vez de prudencia.

Cuando todas las formaciones políticas empeñadas en subvertir la democracia del 78 ofrecieron su apoyo a Sánchez éste debió de convocar elecciones inmediatamente para desembarazarse de tan subversivos socios. Pero el presidente no era demasiado consciente del riesgo al que estaba sometiendo a la nación, prolongó su estancia en la Moncloa dejando cautivo al Gobierno de sus rebeldes compañeros de la moción de censura a Rajoy.

Y no era consciente porque a Sánchez sólo le preocupaba el poder y resucitar a su partido hundido en las encuestas. Además, la única cuestión ideológica, obsesiva y determinante, que le queda al socialismo actual es la fobia a la derecha y ello exigía echar a Rajoy del Gobierno, sin importar el interés de los nuevos compañeros de viaje en poner a España al borde de la ruptura. En la primera ocasión, los Presupuestos Generales, le demostraron que no era nada sin ellos.

Estoy convencido que a Sánchez, como en su día a ZP, le encantaba encontrarse con los suyos, los subversivos, y se creía capaz de congeniar con ellos y no con esa desgracia de derecha españolaza, a los que cree responsables del problema catalán, es decir, los separadores. Pero Sánchez -que no sabe lo que es una nación- se encontró, a pesar de los medios utilizados para suavizar sentencias, cómodas estancias en prisión, y medidas  policiales bajo control y proporcionalidad (proporción de tantos heridos entre policías como entre manifestantes), en frente de otros que no sólo saben los qué es una nación, sino que en la exagerada exaltación que supone su nacionalismo están dispuestos a llevar la tea a la mismísima pulcra y turística Barcelona con tal de alcanzar la independencia. Y ante tal firmeza y determinación el socialismo español actual, y, especialmente, el Gobierno Sánchez, débil, buenista, que no sabe qué es una nación, si sabe que se lo debe todo a ellos. Incluido el Falcón.

Es muy tarde, a estas alturas, para que Sánchez -a la presidencia de un Gobierno se viene llorado y, además, sabido- descubra que sólo un pacto de Estado, como pide Felipe González, con el PP y C’s puede hacer frente a la crisis creada por un procés que se encuentra en una nueva etapa hacia adelante, y que las sentencias suavizadas y una política de orden público meramente defensiva lo único que ha conseguido es preparar para el siguiente salto adelante a todos los nacionalismos y antisistema.

No es que las medidas del ministro del Interior, coordinada con los mossos, hayan sido proporcionales y prudentes, es que no querían ni podían ir más allá, no fueran los acontecimientos a exigirles la aplicación de la intervención de la autonomía. De hecho, por obra de la avispada ERC, si los mossos han participado en el control proporcionado del orden es porque si no lo hacían el 155, u otra medida aún más dura, era inevitable.

Se mantiene el impasse, se mantiene el cáncer catalán debido a la negativa de un pacto nacional con el PP y C’s que cierre de una vez la sangría de recursos materiales y humanos. La indecisión del Ejecutivo, su repugnancia a pactar con la derecha, y a hacer frente a la estrategia de subversión dirigida desde la propia Generalitat, le otorga a ésta el tiempo necesario para dotarse de mayor energía. Pero el pacto de Estado supondría un giro en la estrategia de Sánchez, por lo que mientras Marlaska siga teniendo policías que vayan cayendo, subiendo y bajando la Vía Layetana, pero sin intervenir el Gobierno de la Generalitat, el PSOE, y su Rasputín local PSC, seguirán destruyendo el país.

Porque mantener este estatus quo, este empate infinito, al único que beneficia es al proceso secesionista. Razones y causas ha habido como para cerrar el centro de mando de la Generalitat. Motivos han existido, entre ellos  cuando Torra se niega a condenar las algaradas violentas, o lanzado el “apreteu”, cuando amenaza con otro referendum, encabeza una marcha por una autopista de las muchas que colapsan la libre circulación en Cataluña, y , lo que es del todo grave, apoya en el Parlament a los detenidos por la Guardia Civil por tenencia de explosivos en el mismo pleno que se aprueba la moción de expulsar a la Guardia Civil de Cataluña. Con esos posicionamientos, con ese aliento al terrorismo (cosa no vista ni en el Parlamento vasco), y sin que Sánchez tenga la clarividencia de intervenir a tiempo la autonomía catalana, dentro de poco padeceremos desde aquel territorio lo que eufemísticamente el nacionalismo llama lucha armada.

O se interviene el cáncer, y se establece una alianza de Estado para ello, o tenemos garantizado el siguiente capítulo de escalada del procés. Lo de ahora no es prudencia, no es proporcionalidad, es incapacidad e incompetencia por parte de un presidente de Gobierno que no dudó, ni duda, arriesgar la estabilidad de la nación. Propondrá el diálogo y la negociación como solución, porque la gente cree ingenuamente que hablando se entiende la gente, y si a ETA el socialismo le dio la impunidad de su brazo político, al secesionismo catalán le puede ofrecer cualquier desmesurada e inconstitucional solución.