El día después de que Donald Trump ganara las elecciones, Albert Rivera fue entrevistado por Ana Rosa Quintana y afirmó que la confrontación ideológica en nuestro tiempo ya no se establece entre izquierda y derecha, sino entre los partidarios de la sociedad abierta y los nostálgicos de la sociedad cerrada. Esta convicción gana coherencia a la vista del giro político oficializado este fin de semana en la IV Asamblea General de su partido, que será recordada como la del entierro de Ciutadans, catalán y socialdemócrata, y el alumbramiento del nuevo Ciudadanos. Que no es más que una herramienta nacional con vocación europea diseñada para combatir desde el pragmatismo reformista las dos amenazas que se ciernen sobre el orden demoliberal: el populismo y el nacionalismo.
De modo que la refundación obrada por el líder centrista –con porcentajes de apoyo verdaderamente abusivos– persigue una drástica ampliación del campo de batalla, más que un cambio de armamento ideológico. Rivera se mira en el espejo canadiense de Trudeau, en el promisorio horizonte de Macron y declara que se siente compatriota de un belga y que espera no morirse antes de ver realizados los Estados Unidos de Europa.
El liberalismo progresista recién abrazado no es más que el elástico molde de una ambición que puede causar sonrojo, pero que de momento es la única responsable de haber consolidado un notable espacio de centro allí donde fracasaron ambiciones no menores como las de Adolfo Suárez o Rosa Díez.
Fue, precisamente, un carismático belga, el ex primer ministro liberal Guy Verhofstadt, quien con brillante retórica animó a la asamblea naranja a romper el «anillo de fuego» populista y nacionalista que se extiende por Europa. Como si aquello fuera Anfield en lugar de Coslada, el orador se volvió hacia Rivera y le hizo una promesa: «You will never walk alone, Albert». Luis Garicano, vicepresidente de los liberal-demócratas europeos agrupados en ALDE (Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa) que lidera Verhofstadt, sonreía desde el centro de la nueva ejecutiva que ocupaba el fondo del escenario.
Impuestos bajos, libre comercio, individualismo, progresismo moral. Una oferta que por desgracia vuelve a ser original. La unificación democrática de Europa que ya soñó Ortega parece hoy más cerca de la involución soberanista que de la progresión transnacional. Fue el mismo Ortega el que formuló la resignación que invita a conllevar, más que a resolver, el problema catalán. Ese que justificó el nacimiento de la sigla, en 2006, y guió sus primeros pasos. Ahora se siente Rivera llamado a metas más amplias: prepararse para entrar en gobiernos locales y autonómicos, con la vista puesta en La Moncloa para 2020.
Y explica el nuevo rumbo imprimido a C’s como una condición necesaria: «Conservadores y socialistas hicieron grandes cosas en el siglo XX. Pero necesitamos fórmulas que no estén obsoletas. En el centro está la virtud: desde los extremos no se aglutina a la mayoría». Consciente de que no puede contrastar la madurez política sin mancharse las manos en la gestión, el partido votó la estrategia de tocar poder desde ya, por un inequívoco 99,5%, lo cual prueba algo más que ganas de mando: el reconocimiento de que no haberlo querido hasta ahora quizá fue un error.
En su inspirado discurso de clausura, Rivera ejerció de líder motivador con los clásicos recursos de su repertorio. Su don pedagógico se extravía cuando ensaya honduras, como la referencia a 1812 en pos de un entronque genético con la Pepa. Contrarrestó su incorregible querencia por el lenguaje del coaching, que causa estragos en las mejillas más sensibles al kitsch, con iniciativas tan cabales como una secretaría de formación de equipos al cargo de Inés Arrimadas –«seremos nuevos, pero no novatos»– o el compromiso personal de delegar y extender la implantación del partido por el territorio nacional, pisando con un pie el Parlamento y con el otro la sociedad civil.
«Quien quiera gobernar España debe conocerla palmo a palmo», sentenció. Una gran verdad que Rajoy descubrió hace mucho. Ahora, con la confianza renovada abrumadoramente, dispondrá de tiempo y legitimidad para fomentar y corregir el crecimiento desordenado de la formación. Superada la débil resistencia autonomista ejercida por Jordi Cañas, Rivera sale de su congreso como el líder más sólido del partido más cohesionado. Los recelos que sigue causando la palabra liberal en toda España –en todo el sur de Europa– serán los molinos de su quijotismo. O bien, como él cree, los últimos coletazos de una edad caduca.