Las críticas de toda una vicepresidenta del Gobierno y de la ministra de Igualdad a la sentencia absolutoria de Dani Alves suponen un nuevo hito en la ofensiva del Gobierno contra el Poder Judicial.
El Ejecutivo ha tomado por costumbre descalificar a los magistrados cuando adoptan decisiones contrarias a sus intereses políticos o a sus planteamientos ideológicos. En esta ocasión, con el añadido de que resulta absurdo achacar «falta de conciencia respecto a lo que significa la agresión sobre las mujeres» a un tribunal integrado por tres mujeres progresistas, y por varios jueces especializados en violencia de género.
Pero los últimos pronunciamientos de María Jesús Montero y Ana Redondo son además de una gravedad conceptual mayúscula.
Redondo ha afirmado que «la presunción de inocencia no puede sostenerse sobre la falta de credibilidad de la víctima». Y Montero, más vehemente, ha opinado que «es una vergüenza que se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes, valientes, que deciden denunciar a los poderosos».
Es decir, que a juicio del Gobierno, el testimonio de una mujer que se declara víctima de una agresión sexual debe prevalecer sobre la presunción de inocencia.
Un planteamiento aberrante que pasa por alto que la causa de las mujeres por la igualdad se basa, precisamente, en la protección legal y jurisdiccional frente a la violencia de género. Y, por tanto, en la fe en el Estado de derecho. Y que, además, implica objetar el principio más básico de cualquier sistema de justicia moderno.
Las ministras no pueden ignorar una realidad tan elemental: que la destrucción del derecho constitucional a la presunción de inocencia requiere, entre otros criterios, que la declaración de la presunta víctima sea concordante con las pruebas materiales aportadas.
Y esto es lo que, según el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, no se da en este caso. A juicio de la Sala de Apelaciones, el testimonio de la denunciante no resulta fiable «en la parte del relato que se puede contrastar» gracias a las grabaciones de las cámaras de la discoteca, que «no se corresponden con lo declarado por la presunta víctima».
El Tribunal cuestiona la «inconsistencia» de la Audiencia de Barcelona al aceptar para sostener su condena un «relato no verificable», apoyándose únicamente en la credibilidad subjetiva conferida a la declaración de una testigo considerada no fiable, y que tampoco concuerda con las pruebas científicas obtenidas en el baño en el que se habría producido la penetración inconsentida.
Esto no quiere decir que la conducta de Alves no fuera reprobable. Ni tampoco que la presunta víctima haya presentado una denuncia falsa. Se trata simplemente de que un tribunal ha aplicado el principio garantista según el cual un acusado no puede ser condenado si no existen pruebas suficientes para declararle culpable de un delito.
Habrían hecho bien la vicepresidenta y la ministra de Igualdad si se hubieran limitado a apuntar lo que ha declarado este domingo el Defensor del Pueblo: que la causa por agresión sexual contra el futbolista «no ha terminado», dado que aún faltan por resolverse los recursos judiciales.
Y es que, de la misma forma que el Tribunal Superior de Cataluña revisó la sentencia de la Audiencia de Barcelona, sería posible que el Tribunal Supremo corrigiese en casación el criterio del TSJC si los argumentos de las partes resultan convincentes.
Es muy grave que en una sociedad pueda haber delitos que queden impunes, pero muchísimo más que se destruya la presunción de inocencia y el respeto a las decisiones de los tribunales. No en vano, las cuatro asociaciones judiciales han expresado su preocupación por que el Gobierno cuestione este principio constitucional.
Recientemente, la presidenta del CGPJ (renovado con la legitimidad del consenso bipartidista) repudió los «ataques personales» dirigidos contra los jueces en los últimos meses, y la «atribución de intenciones ocultas a los jueces que toman decisiones que son inconvenientes para ciertos intereses».
Para que no tuviera que pronunciar nuevamente esta censura, lo lógico sería que, en un país con un mínimo de cultura democrática, el presidente del Gobierno cesara hoy mismo a ambas ministras. Pero ya sabemos que esto no va a ocurrir.