Fernando Navarro-El Español
  • Si hubieran sido curas, el escándalo del campamento euskotrans habría sido incontenible. Pero estos monitores cantaban el «gloria, gloria, aleluya» de la modernidad. Eran «transfeministas» e «inclusivos».

La herencia del viento es una película de Stanley Kramer que cuenta el juicio a un maestro de un pueblecito de Tennessee que ha enseñado en sus clases la teoría de la evolución.

Los airados aborígenes de Hillsboro, pastoreados por el iracundo cura local (Claude Atkins), sienten amenazadas sus creencias, y el ruido convence al alcalde de la conveniencia de no descuidar esa importante bolsa de votos y promover el proceso del imprudente profesor.

La película se había quedado anticuada. Porque era impensable imaginar a un clérigo tan desaforado y tal cantidad de obtusos sectarios, valerosamente enfrentados al conocimiento e inmunes al sentido del ridículo. Una turba virtuosa que canta el «gloria, gloria, aleluya» incluyendo en la letra el proyecto de colgar de un manzano al profesor y al abogado.

Luego está el papel de Gene Kelly, un periodista que se dedica a soltar sin cesar frasecitas ingeniosas que hacen desear al espectador que se vaya a bailar bajo la lluvia (a este tipo de frasecitas me refería).

El guionista, por su parte, desperdició la ocasión para reflejar un interesante debate entre el fiscal creyente (Fredric March) y el abogado descreído (Spencer Tracy). March podría haber optado entre San Agustín o Santo Tomás para sostener su postura (entre «creer para comprender» o «comprender para creer»), pero queda reducido a un energúmeno alucinado al que desmonta fácilmente un Tracy que no dice más que banalidades.

Nada que objetar, por otra parte, a la novia del maestro (Donna Anderson), que demuestra bastante buen gusto en la elección de sombreros.

Pero los retrógrados no se encuentran ahora en Hillsboro, sino en el PSOE, Sumar y Podemos. Y el cura de la película es un tipo amable y moderado comparado con los predicadores actuales como Irene Montero.

El campo de conocimiento que mayores recelos despierta entre los nuevos inquisidores es la psicología evolutiva. Esta rama de la ciencia se encarga de demostrar que la evolución no sólo ha tenido lugar de cuello para abajo, que nuestra razón no es tan aséptica como pensábamos, y que, en definitiva, nosotros mismos no somos tan racionales.

Lo realmente interesante es que el conocimiento que se va extrayendo en esta área es de inmediata aplicación en nuestra vida cotidiana. No sólo nos ayuda a comprendernos, sino a entender cómo se articulan las sociedades y cuáles son los elementos que hacen comunidades viables.

Por eso, aquel que esté interesado en la política deberá seguir leyendo a Tocqueville, pero deberá incluir también a David Buss y Nicholas Christakis.

Pero lo que más molesta de la psicología evolutiva es que, de manera similar a lo que ocurría con los pueblerinos de Tennessee, refuta una de las creencias más queridas de los woke: que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres no existen.

Ellos, contra toda evidencia, defienden que niños y niñas son iguales al nacer, y que las diferencias que percibimos son artificiales, fruto de un insidioso patriarcado que es producto, a su vez, de las invisibles estructuras de dominación que crean (no se sabe muy bien cómo) el capitalismo occidental.

Y por eso creen que esas diferencias provenientes de ese maligno sistema de dominación se pueden corregir con buena voluntad, Ministerios de Igualdad, cursillos y, en su versión más siniestra, bloqueadores de pubertad y cirugía.

Sí, amigos. La proverbial cobardía de la masa ante unos furiosos inquisidores ha llevado a muchos niños a ser mutilados en los altares de la modernidad.

Si a ustedes no les convence esto, si creen que lo de la década demente es una exageración, piensen en el reciente episodio del campamento infantil de Bernedo. Las noticias hablan de niños obligados a ducharse desnudos con los monitores, o a chupar el dedo gordo del pie de alguno de ellos para acceder a la merienda.

Si hubieran sido curas, el escándalo habría sido incontenible. Pero estos monitores cantaban el «gloria, gloria, aleluya» de la modernidad. Eran «transfeministas» e «inclusivos».

Por eso, ellos, tan tranquilos, explican que «en nuestra sociedad, los baños y las duchas son una herramienta para dividir a las personas según una lógica binaria y el género». Es decir, alegan un adoctrinamiento imaginario (normalmente la gente va a la ducha para lavarse) para practicar uno real.

«Los varones no deberían existir» es la declaración de una monitora que recoge un informe de la policía foral vasca.

Y, lo peor, de nuevo asistimos a la pederastia ideológica y al sacrificio de los niños: cien padres han mandado una carta de agradecimiento a los organizadores del campamento. «Gracias por ofrecerles la oportunidad de vivir campamentos centrados en el euskera y el feminismo».

Esto no lo mejoran ni los aborígenes de Hillsboro.