José Antonio Zarzalejos-El Confidenial
El PNV actual es legatario de la renovación de los cuatro años de gestión de Josu Jon Imaz cuyas tesis se han impuesto en el partido con Ortuzar y Urkullu
El PNV siempre ha sido un partido pragmático hasta lo antiestético (caso Rajoy). Y también hábil porque, sea cual fuere el período histórico que se tome para comprobarlo, se ha situado siempre con el viento de popa. Sin grandes efectivos parlamentarios en el Congreso (entre 5 y 8 escaños) y sin mayorías absolutas en Euskadi, ha optimizado sus recursos en Madrid y en Vitoria, convirtiéndose en una referencia de eficiencia política. Y, además, logra de continuo que se le perdonen sus contradicciones y el sesgo mercantil de sus maniobras parlamentarias.
El PNV no es ya el de Arzalluz e Ibarretxe. Aquel nacionalismo, aunque funcional para los intereses del País Vasco y ganador de uno de los peores desafíos de su historia (la escisión que protagonizó Garaikoetxea en 1986), ha sido sustituido por un partido empresarial, más neutro ideológicamente, realista en el movimiento de fichas en el tablero político y que protagoniza un relato de éxito.
El tándem Ortuzar (1962) y Urkullu (1961) es legatario, por identidad de criterios y por razones generacionales, de una gestión de la organización que quizás en estos momentos convenga poner en valor: la de Josu Jon Imaz (1963). Una personalidad notable que pasó de la presidencia del PNV (2004-2008) a ocupar puestos empresariales de responsabilidad hasta ser nombrado en 2014 consejero delegado de Repsol, una de las grandes compañías del Ibex. ¿Algún precedente? Ninguno. Imaz es un químico, políglota, con experiencia en la Unión Europea (fue parlamentario en Bruselas) y conocedor de la gestión pública (dos veces consejero del Gobierno Vasco).
El actual gestor de la gran energética se empleó durante los cuatro años al frente del PNV en su renovación que, a su juicio (y acertó), consistía en la proscripción de los dogmas independentistas y en la asunción de una visión abierta en un nacionalismo transversal. Tuvo que pelear mucho y bien contra los sectores más agrestes de su formación liderados por Joseba Egibar, lidiar con la desafección de un Ibarretxe frustrado y protegerse de un Arzalluz que, aunque retirado, seguía reteniendo legitimidad y capacidad de referencia. Y después de cuatro años, cuando ya había dado la batalla, entendió que otros debían ejecutar el nuevo guion frente a las resistencias numantinas de la vieja tradición sabiniana que, cuando renunció a la reelección, creyeron haberle ganado la partida. En realidad, los desenmascaró. Y el tiempo le dio la razón.
¿Nuevo guion? Sí, nuevo. Expuesto por Imaz en una carta de despedida («Apostar por el futuro») que dejó todas las claves para el devenir del nacionalismo. Decía el todavía presidente del EBB en septiembre de 2007 que «he trabajado en la medida de mis posibilidades por una Euskadi en paz, en la que la violencia, la amenaza y la extorsión sean para siempre desterradas desde el firme compromiso con los valores de la persona como clave de bóveda para construir la sociedad vasca». Y añadía: «creo en una Euskadi en la que los diferentes sentimientos de pertenencia de quienes componemos la sociedad vasca convivan compartiendo un proyecto de país, cuyo futuro construyamos entre todos… trabajo por una Euskadi en la que nuestra identidad vasca se construya con base en valores en un mundo cada vez más abierto y complejo, en el que el amor a lo propio no nos lleve a construir el futuro contra nadie». Finalmente, mencionaba sus referentes en el PNV (Aguirre, Irujo, Ajuriaguerra) sin citar a Arzalluz.
Urkullu está en sintonía con la visión de Imaz y desde su cargo institucional puede implementar mejor políticas coherentes con esos principios. Ortuzar, al frente del partido, debe nadar y guardar la ropa, haciendo algunas concesiones a las bolsas involucionadas de su militancia, pero han desaparecido en las formas de expresión de los líderes peneuvistas el tremendismo carlistón de Arzalluz y disminuido las comprensiones retrospectivas a un pasado del que la sociedad vasca no quiere hablar —el terrorismo de ETA—, pero que ha interiorizado de forma indeleble. El secesionismo ha quedado relegado al imaginario programático que, cuando se maneja, lo es al modo de enardecimiento colectivo en el ‘Alderdi Eguna’ (día del partido) o en el ‘Aberri Eguna’ (día de la patria). Pero se termina por imponer lo más relevante de la herencia política de Imaz: la certeza de que el nacionalismo no debe ser una ideología de repliegue, hostil, sino una forma de hacer política de proximidad y rentabilizar los márgenes de oportunidad que ofrece el deficiente modelo político español.
La última maniobra del PNV en el pleno del Congreso del pasado miércoles quintaesencia el manejo empresarial, casi bursátil, de sus tácticas y estrategias políticas. Sus seis escaños han logrado que Urkullu convoque las elecciones vascas en julio sin objeción del Gobierno y que los Ejecutivos autonómicos cogobiernen la desescalada de la pandemia. Los nacionalistas ganarán los comicios, seguirán gobernando en coalición con el PSE y solo se distanciarán de Sánchez cuando Unidas Podemos pise líneas rojas sociales o económicas.
Porque el PNV está al servicio de las muy amplias clases medias vascas, a las que, con el transcurrir del tiempo y los acontecimientos, Imaz interpretó mucho mejor que la vieja guardia nacionalista. No sorprende, por lo tanto, aunque parezca contradictorio, que el PNV sea un partido en el que la ciudadanía española opuesta a la coalición PSOE-UP deposite alguna esperanza. Es un partido estratégico y equilibrador en la vacilante mayoría parlamentaria que sostiene a Sánchez. Mucho más que ERC. En el PNV puede crecer y acreditarse el consejero delegado de una empresa del Ibex como Josu Jon Imaz, sin olvidar a Pedro Luis Uriarte, primer consejero peneuvista de Economía y Hacienda y vicepresidente y consejero delegado del BBV y del BBVA entre 1994 y 2001. Y eso marca una diferencia.