Jorge Bustos- El Mundo
Cuando el humo se disipe deberían quedar en pie algunas certezas distinguibles, de contornos nítidos, recortadas contra el polvo retórico que nos asfixia. Debería quedar en pie la diferencia entre el Gobierno y el Estado, y entre la formalidad democrática y la innegable emoción del nacionalpopulismo. Deberíamos también haber atisbado los límites de la política, que son tan anchos como los del amor, pues sólo limitan con lo penal. Cuando el humo se disipe habremos recordado por qué se representa a la diosa no con una balanza y una zanahoria, sino con una balanza y una espada, porque sin fuerza no hay justicia. Y habremos aprendido a desconfiar de la soberana voluntad de los niños, que desconocen la amargura por las plegarias atendidas, para reclamar los tratos entre hombres, a quienes las frustraciones enseñaron que la vida va en serio sin necesidad de tachar rayas en la pared de una celda. Pero sobre todo deberíamos aprender a separar a los pueblos de los mesías que creen acaudillarlos, porque no hemos asistido a la caída de Cataluña sino a la de algunos catalanes demasiado decisivos. Los pueblos, queridos niños, no se independizan. Los pueblos no tienen derechos. Ellos no deciden pasar a sus plurales habitantes por la horma de una lengua o una etnia. Los pueblos no luchan, no desafían las leyes, no obedecen mandatos populares, no son el juguete de una dialéctica cósmica. Los pueblos no van a la cárcel, porque el derecho no contempla responsabilidades abstractas y colectivas sino concretas e individuales. Los pueblos no son libres, ni esclavos. Los pueblos, como mucho, figuran en los mapas, y porque hay cartógrafos que los dibujan. Es el hombre solo, empujado por móviles febriles, el que se revela en este histórico drama, que en el mejor de los casos es la obra de actores conscientes de sus actos e inconscientes de su destino, como escribió Raymond Aron a propósito de la guerra.
Con eso de que el patriotismo es el último refugio de los canallas, Johnson denunciaba el cálculo cobarde de los aventureros que pretenden diluir la culpa de sus crímenes en el río revuelto de la masa anónima, bajo el ruido de grandes palabras. Pero ni las palabras ni las patrias se sientan en los banquillos, sino sus espurios portavoces. Todos los salvapatrias nos acaban condenando –a la ruina, a la división, al ridículo–, y merecen por ello acabar condenados. A tales patriotas el último refugio que les queda se localiza en Soto del Real.
Cuando el humo se disipe, que se disipará, quedarán en pie algunas certezas, un Estado que se respetó a sí mismo, las quejumbrosas psicofonías de muchos cráneos abollados contra el principio de realidad y un largo camino hacia la paz, la piedad y el perdón.