Rubén Amón-El País
Rafael Catalá invade la separación de poderes y promete la reforma del Código Penal
No sorprende, pero sí abochorna la celeridad y campechanía con que el ministro de Justicia y otros colegas del Ejecutivo se han colocado en la cabeza de la manifestación que reivindica una revisión del Código Penal como remedio al escándalo social que ha suscitado la sentencia oscurantista de la manada. Es legítima la reforma. Y hasta necesaria respecto a la desconcertante ambigüedad legislativa en vigor desde 1995, pero la sobreactuación de Rafael Catalá maltratando la separación de poderes y urgiendo incluso iniciativas sancionadoras a uno de los magistrados de Pamplona se atiene al mismo sesgo populista y oportunista con que antaño se había enfatizado desde el Gobierno el debate de la prisión revisable preventiva.
El Partido Popular agoniza entre el síndrome del búnker, el agotamiento y la endogamia, pero se diría que los casos de consternación social han servido de pretexto a una expectativa de reanimación pública. Bien podía haber reformado el PP el código penal desde que gobierna (casi siete años). Y haber matizado estos días un poco su estupefacción y su incredulidad -la extrañeza del ministro hacia la propia legislación-, pero ocurre que los impopulares populares buscan un resuello de popularidad en el escenario de la psicosis.
Se trata de recuperar la calle por los atajos de las indignaciones y las emociones, más aún cuando están plenamente justificadas. La sentencia de Pamplona ha puesto en entredicho la arbitrariedad con que un magistrado puede interpretar un delito de violación. Le proporciona la ley toda suerte de escapatorias, hasta el extremo de considerarse jurídicamente posible que pueda abusarse sexualmente de una mujer y penetrarla sin que necesariamente se haya producido una violación.
Es el resquicio que han explorado temerariamente los magistrados de la Audiencia Provincial, aunque produce especial desconcierto que hayan eludido el delito de violación cuando el texto de la propia sentencia sobrentiende los presupuestos de violencia y de intimidación que lo justificarían. El Código Penal vigente les hubiera permitido contemplarlo. No hacía falta una reforma para identificar la violación tal como se produjo en el portal de Pamplona, pero el laberinto semántico y conceptual de la propia ley, más la espesa doctrina del Supremo, han consentido sustraerse al delito más grave sin necesidad de haber prevaricado.
Cabe preguntarse entonces cuántas violaciones “verdaderas” han sido relativizadas al escalón de los abusos sexuales. Y cuántas veces se ha interpretado la pasividad de las mujeres no como una reacción paralizante, defensiva aterradora, sino como una expresión aquiescente al violador, de tal forma que a las víctimas tanto se les atormenta con la violación como que se las exige vender cara su piel y su vida, para que no haya dudas sobre la violencia y la intimidación.
El código penal de 1995 se ha demostrado obsoleto y bizantino pese a haberse “redactado” hace un par de décadas con amanuenses progresistas y garantistas. Conviene disipar la violación de toda indulgencia machista. Y ofrecer al juez un fundamento jurídico mucho más inequívoco de cuanto sucede ahora, pero los brochazos en caliente del ministro de Justicia sólo contribuyen al desdoro del Estado de derecho.