CARLOS SÁNCHEZ-El Confidencial

Es una ironía de la historia. A veces, los monárquicos son los aliados de la república. Esto sucede cuando no se ponen al día las instituciones y se dejan morir por anacrónicas

Entre la amarga carta de despedida de Amadeo de Saboya, publicada en la ‘Gaceta de Madrid’ el 12 de febrero de 1873 («Todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra, agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria…»), y la salida de Alfonso XIII de España por Cartagena en dirección a Marsella («Las elecciones celebradas el domingo, me revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo…»), habrían de pasar 58 años. Entre el discurso de Juan Carlos I ante las Cortes franquistas y el anuncio de su salida de España han transcurrido casi 45 años. Por medio, la Restauración canovista y el nefasto turnismo, dos dictaduras, el golpe de Estado del 18 de julio y una cruenta guerra civil; además del periodo de convivencia pacífica más largo y próspero de la reciente historia de España.

Algo tiene en común, sin embargo, ese largo periplo político —147 años—: la forma de Estado. Desde aquel 12 de febrero en el que Estanislao Figueras fue elegido presidente de la I República por la Asamblea Nacional «en uso de su soberanía» y tras la marcha del rey italiano, el debate entre monarquía y república no ha cesado. Unas veces con mayor intensidad y otras con menor fuerza, pero el runrún siempre ha estado ahí.

La Constitución de 1978, aprobada por una inmensa mayoría de los españoles, logró hibernar la porfía, pero ya hay pocas dudas de que ese enorme caudal de consenso político en torno a la Corona, que hasta hace poco había dejado de ser un problema para muchos, ha tendido a desvanecerse por múltiples razones. La más evidente es el propio daño que ha hecho Juan Carlos I a la monarquía con sus comportamientos privados, que nunca lo pueden ser al tratarse de un jefe de Estado cuyo mantenimiento está soportado por el erario público; pero también por la incuria de los políticos, que siempre han renunciado a una labor de fiscalización efectiva de la Casa Real.

Ya hay pocas dudas de que ese enorme caudal de consenso político en torno a la Corona ha tendido a desvanecerse por múltiples razones

Probablemente, porque lo que sucedía intramuros de la Zarzuela siempre ha sido un viejo tabú de la política española que ningún Gobierno ha querido afrontar hasta que los escándalos ya han sido insoportables. Pero también, y esto es cada vez más evidente, por el oportunismo de dirigentes políticos que ven ahora la posibilidad de encontrar un espacio propio en la desgraciada situación actual de la casa real, como ha explicado en este periódico Ignacio Varela. La ‘espantá’ de Juan Carlos I es el clavo ardiendo al que se agarran Iglesias —con un papel cada vez más residual en el Ejecutivo— y el independentismo catalán para seguir vivos.

Hija de su tiempo

El origen de tamaño desasosiego, probablemente, haya que encontrarlo en la propia Constitución que, como no puede ser de otra manera, es hija de su tiempo, lo que explica que en su artículo 57.1 identifique la figura del rey Juan Carlos I con la Corona, cuando esta institución, precisamente por su carácter transversal, es independiente del nombre de quien la represente.

La Corona, como han advertido muchos constitucionalistas, es transpersonal, pero los malos hábitos políticos han identificado la Corona con la figura del anterior jefe de Estado, incluso estampando su nombre en la Carta Magna, lo que lo ha convertido durante décadas en un semidios impune al control del poder político, cuando ese control es, justamente, la esencia de una monarquía parlamentaria. Este principio no puede serlo —y la Constitución obliga a que lo sea— cuando a los representantes de la soberanía popular se les ha hurtado durante años cualquier mecanismo eficiente de control.

Esta separación entre la figura del rey y el de la Corona no es un asunto menor. Se encuentra, de hecho, en la naturaleza misma de cualquier democracia. Incluso, también, cuando se trata de un sistema republicano.

Comportamiento reprobable

La figura concreta del presidente de la república es ajena a la propia institución en la medida en que aquel puede ser enjuiciado sin que tiemble el modelo constitucional. No es difícil imaginar un escenario —ya ha ocurrido en algunos países— en el que un jefe de Estado republicano es apartado del cargo por comportamientos reprobables, como prevén, de hecho, los sistemas políticos de EEUU o Francia, pero a pocos se le ocurriría que ese fuera el momento de reivindicar un cambio en el modelo constitucional. El encausado paga por su culpa y aquí paz y después gloria. Las instituciones están por encima de las personas, se trate de una república o de una monarquía.

Esto es así porque la figura del jefe de Estado, independientemente del sistema político, desempeña una función integradora. O lo que es lo mismo, el Estado no lo representa una persona jurídica dotada de derechos y obligaciones, sino que se trata de una realidad integrada situada extramuros del modelo de Estado. Y, de hecho, como han recordado algunos estudiosos, el Título II de la Constitución de 1978 se enuncia como el ‘de la Corona’, que es el instrumento a través del cual ejerce el rey su autoridad, más simbólica que real.

No vuelve a ser un asunto cualquiera. Es la primera vez en la historia constitucional española en la que la Corona sustituye al rey como eje vertebrador de la monarquía, lo mismo que en los sistemas republicanos la institución está por encima de sus ocupantes temporales.

Esta confusión entre la figura del rey y el papel de la Corona no esconde, sin embargo, una cuestión más de fondo que tiene que ver con haber convertido la Constitución en un mausoleo de piedra incompatible con los tiempos que corren.

Declarar la guerra y hacer la paz

En particular, el Título segundo, el de la Corona, que atribuye al rey competencias, aunque sean más formales que materiales, de las que hoy debería prescindir, como ese anacrónico artículo que dice que corresponde al rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz o, incluso, convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución. ¿No es esa una competencia exclusiva del parlamento en la que el rey no tiene nada que decir? En algunas monarquías, incluso, se ha despojado al monarca de su papel moderador a la hora de designar un candidato a la presidencia del Gobierno, lo que en definitiva es una suerte de ‘republicanización’ de las casas reales. Por ahí van las monarquías modernas, máxime cuando la tendencia de todos los sistemas parlamentarios es, precisamente, un creciente reforzamiento de los primeros ministros en detrimento de los jefes de Estado.

La propia Constitución incumple la Constitución al prevalecer el hombre sobre la mujer en la línea de sucesión, lo que da idea de la indolencia de los partidos que han gobernado este país a la hora de actualizar el papel de la Corona, y que hoy, de manera absolutamente anacrónica, tiene todavía la potestad de conceder títulos nobiliarios, lo que es más propio de monarquías absolutas.

Conviene recordar que la incuria de los gobiernos es lo que hoy explica el florecimiento de partidos nacionalistas o independentistas

Es probable que ahora no sea el momento de abrir el melón del Título II, y mucho menos de abordar un cambio de modelo de Estado. Pero conviene recordar que la incuria de los gobiernos es lo que hoy explica el florecimiento de partidos nacionalistas o independentistas. Cuando los gobiernos no son diligentes ocurre lo que ocurre y España conoce mejor que nadie su propia historia.

A veces, un rey puede ser el mejor aliado de la república. Y a veces, igualmente, reclamar la república cuando hay otras prioridades puede acabar reforzando las tesis más inmovilistas. Las mismas que siguen pensando en una monarquía de otro tiempo de la que de forma subrepticia se quiere eliminar el apellido ‘parlamentaria’.

Mejor un debate sosegado —reivindicar la república es tan legítimo como hacer lo contrario— que recuperar la vieja tradición política española que consiste en verter el agua sucia del barreño con el niño dentro. Y que le hizo exclamar al propio Estanislao Figueras, ya proclamada la I República, su célebre: «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros».