AROVITE 03/03/17
EDUARDO ‘TEO’ URIARTE
Cuando era joven pensaba como un joven. De repente sustituí mi entrega religiosa por la política y, entre dudas y angustias de adolescente, descubrí una patria a inventar frente a un régimen que creía brutal, surgido de la peor guerra que hubiera padecido España y una dictadura eterna que ni siquiera los victoriosos aliados se atrevieron a tocar.
Lo peor de aquel joven fue que todo el integrismo político-religioso y conservador, pues no era cultura democrática ni republicana la que había recibido, lo volqué, con una peligrosa generosidad y aceptación de la inmolación, en inventar un nacionalismo de fundamento tan conservador como la propia ideología en la que nos educó el nacional-catolicismo de Franco. Fui uno de sus muchos hijos bastardos que decidió enfrentarse a él con los mismos fundamentos ideológicos, aunque no lo supiéramos. Cosa que todavía no se sabe en este país: hasta dónde ese gusto por el enfrentamiento y la visceralidad es más un producto de la reacción conservadora que de la Ilustración.
A mi generación en ETA le cabe el horrendo honor de haber reiniciado en España la práctica del asesinato político. Es cierto, era una dictadura surgida de una guerra civil, de una rebelión contra el Gobierno republicano legalmente constituido; es cierto que la dialéctica, en plena guerra fría, era la de buenos y malos, y los procesos de lucha anticolonialista o antiimperialista se contemplaban como un modelo por la juventud –hasta los pocos falangistas jóvenes que todavía había admiraban al Che Guevara–.
Podía apoyarme en esas excusas para justificar nuestro error de matar por convicción política a otro ser humano, pero no existen. No fue un accidente. Otros, casi todos los derrotados en la guerra, renunciaron a la dialéctica de las pistolas. En nuestro caso existía demasiado poso ideológico que clamaba por la violencia. Demasiado poso como para que ese primer asesinato no iniciara una cultura de la muerte, asumida por posteriores generaciones que la practicaron hasta su agotamiento, elevándola a los altares de la ortodoxia más irracional, al considerar que la violencia era garante de la pureza revolucionaria.
En aquel tiempo, en el que era joven, actué como un joven. No cabe duda de que muy pocas personas aceptaban lo que hicimos, asesinar a un policía de la Brigada Social. Pero durante el Proceso de Burgos, organizado por nuestros padres ideológicos, los militares más reaccionarios del Ejército, mucha gente, tanto en España como en el extranjero, ante la brutalidad de aquel régimen, tuvo que mostrar su solidaridad y simpatía por aquellos jóvenes condenados a muerte, otra brutalidad. Si hubiera sido un juicio civil y nos hubieran echado veinte años de condena y no tantas penas de muerte, probablemente ETA habría desaparecido. Pero el franquismo no podía actuar racionalmente. Era como nosotros. Y como no habíamos ido de misioneros mártires a tierras de infieles, acabamos por ir a inmolarnos como gudaris en aquel proceso.
Se muere el dictador, se muere en la cama para vergüenza de los que ahora, setenta años después, quieren ganar la guerra, y se dedican como fanáticos iconoclastas a destruir y quitar todo monumento o vestigio del dictador. Que me dejen algún monumento del Caudillo, que yo sí me enfrenté a él, no vaya a ser que en este intento de borrar la historia con la memoria vaya a resultar que no me enfrenté a nada porque la guerra la ganamos los rojos. Perdonen la reflexión.
Se muere el dictador, y de un lado y del otro de las dos Españas, hay personas que deciden solucionar los viejos enfrentamientos mediante la política, mediante la democracia. El pueblo opta por la democracia. Antes de redactar la Constitución se acuerda la Ley de Amnistía. Se reconoce en esa Constitución las nacionalidades y regiones, y su derecho a la autonomía. Y es precisamente entonces cuando mi organización opta por el terrorismo más brutal, por ejercitar contra la democracia un terrorismo mayor y brutal que contra la dictadura. Es que lo que Franco dejó de herencia fascista era lo nuestro. En aquellas viejas provincias de legitimismo carlista, conservadoras hasta la médula, de nuestro nacionalismo surgió el terrorismo.
Menos mal que antes de que se diera la deseada noticia de la muerte del dictador algunos ya habíamos pensado que la pervivencia de ETA no tenía sentido frente a la voluntad democrática del pueblo español. Es cierto que también sufrimos dudas ante toda la escalada represiva que se vivió en los momentos de la transición. Pero no tenía sentido mantener la violencia, y menos un terrorismo cada vez más sangriento, si los problemas se podían resolver mediante el diálogo y la negociación política que el sistema permitía. Si se quería resolver los problemas, la violencia sobraba. Otra cuestión es que para sostener la invención de un nacionalismo recién inventado y con tan poca base racional –aunque la mayor parte de los nacionalismos carece de tal– e histórica –aunque todo nacionalismo hace gala de lo que no tiene, máxime en estos tiempos en los que la memoria sustituye a la historia– fuera necesaria la violencia: el rito sagrado y perturbador de la sangre que hace creíble lo increíble, que diría René Girard.
Pensando de esta manera es fácil de entender por qué me fui al Partido Socialista y dejé a mis viejos camaradas en su pertinaz esfuerzo de sostener, y eso que mis amigos eran moderados y heterodoxos patriotas, un nacionalismo tan criminógeno (otra cosa es que con el tiempo los socialistas vascos se fueran haciendo, no precisamente con mi apoyo, nacionalistas). Desde las filas del partido de Prieto, y no del de Largo Caballero, donde yo creía estar gracias a González, me apliqué a mi labor de concejal creyendo que mi línea de pensamiento era incólume, que me había comportado con honradez, y que la violencia poco a poco tenía que desaparecer, sin mirar atrás, y sin asumir la responsabilidad de lo que yo, entre otros, habíamos iniciado. Que lo de Franco había sido lo de Franco y ya está. Cumplía: ya iba a las concentraciones en favor de las víctimas de Gesto o las de Cristina Cuesta.
Llevaba muy pocos meses de concejal socialista, era verano y casi todos los colegas del partido estaban de vacaciones, cuando me piden que me acerque al Gobierno Civil de Vizcaya a la capilla ardiente de un joven guardia civil que ETA había asesinado el día anterior. Sabía que tenía que ir, pero me preocupaba que mi presencia despertara algún rechazo entre los presentes en el velatorio. No en vano, años antes, en el de Santi Brouard, en el Ayuntamiento de Bilbao, los de HB me habían expulsado de allí. Pero no, las palabras del coronel de la Guardia Civil fueron amables y de agradecimiento. El guardia civil era un demócrata además de educado. Pero me embargaba el silencio y el dolor que pude observar. Allí estaban los padres y hermanos del guardia, gente humilde. La madre llorando, con un recogimiento que me indignaba. ¡Joder! ¿No habíamos luchado por los humildes, por la libertad, por la felicidad de la gente? Mentira: habíamos luchado para que unos pocos viviesen como Dios y, mientras, aquella pobre madre sufría de una manera inconmensurable.
¡Que brutal espoleta habíamos puesto en marcha! Porque una cosa es plantear las cuestiones con la frialdad de un estratega o de aprendiz de brujo, y otra es ver el dolor de aquella madre que podría ser la mía si al Caudillo no le da por indultar mis penas de muerte. A este joven no lo indultó nadie y posiblemente en muchos locales de ese país se gritara (y se sigue gritando) ¡ETA mátalos!
Salí de allí siendo otra persona tras mirar en los ojos llorosos el pesar de las víctimas.
· AROVITE es una fuente de referencias sobre el terrorismo en Euskadi, causado por las diversas ramas de ETA, así como por los GAL, la extrema derecha o los Comandos Autónomos Anticapitalistas.