Pedro Ontoso-El Correo

  • La organización terrorista, como el franquismo, apostó por la espada e intentó hacer descarrilar el Estatuto de Gernika y soliviantar a los cuarteles

Cuando Franco murió en la cama, hace hoy cincuenta años, un grupo de estudiantes de Periodismo permanecíamos en vigilia en espera del desenlace. Habíamos pasado horas en el hospital La Paz y en los aledaños de El Pardo entre periodistas y corresponsales, mamando un acontecimiento histórico. Europa Press pasó un teletipo urgente a las cinco de la mañana con la noticia, pero no fue hasta las seis cuando la radio difundió el fallecimiento. Enseguida salimos a comprar chocolate y churros para endulzar los amargos episodios de represión vividos a las puertas del Congreso en las manifestaciones estudiantiles con motivo del cierre de la Universidad de Valladolid, en la acumulación de fuerzas contra el régimen, o en el Palacio de las Salesas, para protestar por las duras sentencias del Proceso 1001 a la cúpula de Comisiones Obreras.

Las Salesas, ahora sede del Tribunal Supremo, albergó las dependencias del Tribunal de Orden Público, el temible brazo judicial del franquismo. Arrastraba un pecado original, porque en ese complejo, que incluye la iglesia de Santa Bárbara, el dictador fue ungido caudillo en una ceremonia especial en la que se materializó una reformulación de la alianza entre la cruz y la espada, ante los jerarcas de la Iglesia. Fue el 20 de mayo de 1939, al día siguiente del denominado ‘Desfile de la Victoria’. Allí se alumbró el nacionalcatolicismo, que daba cobertura moral al tirano.

Uno de los pilares del ideario del régimen fue su catolicismo oficial, pero la celebración del Concilio Vaticano II y la elección del papa Pablo VI, antifascista de cuna, favoreció que una gran parte de los católicos se comprometieran en favor de la democracia. El cardenal Tarancón, como se evidenció en la famosa homilía de la proclamación del rey Juan Carlos, lideró el plan para amortajar el nacionalcatolicismo y abrir caminos para la reconciliación. Fue en Euskadi donde, de manera especial, el clero se involucró en la resistencia y el combate contra la dictadura.

Estudiaba Periodismo y Ciencias Políticas, y tuve la suerte de contar con excelentes profesores. Como Joaquín Ruiz Jiménez, demócrata cristiano que aparcaba su asignatura de Filosofía Social para ponernos al día de los movimientos de la Platajunta. Era la denominación popular de Coordinación Democrática, el organismo unitario formado por la Junta Democrática de España y la Plataforma de Convergencia Democrática, que aglutinaba un sinfín de siglas y sensibilidades políticas. Sobresalían tres vascos: Julio de Jáuregui, por el PNV; Enrique Múgica, por el PSOE, y Joaquín Satrústegui, del sector monárquico. Se estaba cocinando una amnistía y las primeras elecciones libres.

En Cataluña se formó el Consell de Forces Politiques, pero en Euskadi la transición iba por otros derroteros y fue imposible crear una coordinadora común, con la salvedad de la Interprofesional de Estudios y Publicaciones, una tapadera para arropar el activismo antifranquista. 1976 fue un año crucial. Los partidos se pusieron las pilas para participar en el nuevo ciclo, pero enseguida chocaron con el escollo de ETA y su sanedrín de intelectuales. La izquierda antifranquista había mirado con cierta complacencia a la primera generación que empuñó las armas y le proporcionó una legitimidad que la estuvimos pagando años. En el Proceso de Burgos ETA estaba hecha jirones, pero el consejo de guerra, un rejón de muerte para la dictadura, se convirtió en un banderín de enganche que dio alas a los líderes más fanáticos. Los sucesivos estados de excepción abonaron aquella situación. ETA intentó suplantar la dinámica democrática de la sociedad vasca.

En Euskadi, la memoria del antifranquismo pasa por el movimiento obrero y la confrontación laboral, por los sindicatos y los colectivos sociales, no pocos de inspiración cristiana. ETA llegó más tarde y la lucha contra la desigualdad y por las libertades la transformó en construcción nacional. Aquel maridaje empezó a hacer aguas. También porque diferían los códigos morales. ETA, como el franquismo, apostó por la espada. El atentado contra Carrero Blanco le había proporcionado carisma, pero con Franco bajo la losa del Valle de los Caídos, se le fue agotando. Franco murió matando y ETA resucitó matando, y la terrible paradoja es que muchas de sus víctimas fueron antifranquistas.

Un momento clave fue cuando Telesforo de Monzón, antiguo consejero del Gobierno vasco y luego faro mesiánico de la izquierda abertzale, convocó en abril de 1977 a todas las fuerzas nacionalistas, incluidas las dos ramas de ETA, en el hotel Txiberta de Anglet. A menos de tres meses para las primeras elecciones democráticas, pretendía concertar una estrategia común del nacionalismo cuando el gran debate se situaba entre la reforma o la ruptura. Participar en los comicios o boicotearlos. El PNV y otros partidos estaban por acudir a las urnas, mientras que ETA Militar y sus siglas afines optaron por desmarcarse y converger en lo que luego se convertiría en Herri Batasuna.

El Gobierno ya había mandado emisarios para sondear un final de la violencia. ¿Hubo entonces una oportunidad para acabar con las pistolas? ETA, además de luchar «contra España», también combatió la democracia e intentó hacer descarrilar el Estatuto de Gernika. De nada sirvió la generosa amnistía que sacó a los presos de las cárceles, incluidos los que tenían delitos de sangre. ETA percutió para exacerbar a la extrema derecha y soliviantar al Ejército cuando el ruido de sables atronaba en las salas de banderas de los cuarteles. Cuando murió Franco, la gente salió a la calle sin miedo, convencida de que era el fin de una época y el comienzo de un tiempo nuevo en el que todos teníamos que empujar para apuntalar una democracia de calidad. En el País Vasco, ETA no estaba entre los que luchaban por ampliar los espacios de libertad. Y regresó el miedo.