El desbocado encarecimiento de la vivienda ha hecho del acceso a la misma el problema más acuciante de la sociedad española.
Los precios de compra se han disparado un 46% en los últimos cinco años. Y el precio medio del alquiler, más de un 20% (un 14% sólo en el último año), lo que supone que ha crecido casi cuatro veces más que los salarios.
El resultado de esta espiral alcista (en virtud de la cual la subida de la vivienda retroalimenta a la del alquiler) es que un tercio del gasto anual medio de cada hogar se destina ya a pagar la casa y sus gastos.
Y esto, tal y como ha explicado EL ESPAÑOL, ha derivado en una situación dramática: un tercio de las familias que están hipotecadas, y hasta la mitad de las que viven de alquiler, ya no pueden permitirse comer carne, pollo o pescado al menos cada dos días o calentar la casa.
El principal factor que explica estos precios desorbitados es la escasez de viviendas, tanto en régimen de propiedad como de alquiler.
Los datos son incontestables: mientras se crean alrededor de 250.000 hogares nuevos al año en España, apenas se construyen anualmente 10.000 viviendas.
Y si hemos llegado a esta situación extrema ha sido, principalmente, por culpa del intervencionismo del Gobierno de Sánchez, expresado tanto en la regulación de los alquileres como en la pasividad a la hora de ampliar el parque inmobiliario.
Las políticas de vivienda del Ejecutivo en los últimos siete años se han dedicado, en esencia, a imponer cargas que castigan a los propietarios. Y ello, supuestamente, para proteger al inquilino, a quien han acabado por perjudicar también.
La ineficaz y contraproducente orientación estatista de la política gubernamental en materia habitacional ha quedado plasmada en la Ley de Vivienda, que permite establecer control de precios en «zonas tensionadas», frena los desahucios, establece prórrogas obligatorias de 5 años en los contratos, y contempla un hachazo fiscal a los pisos vacíos y a los «grandes tenedores».
Con todas estas restricciones, el Gobierno sólo ha logrado que para muchos propietarios haya dejado de ser rentable poner sus inmuebles en alquiler. Lo que ha hecho que disminuya la oferta y se disparen los precios.
Y ello ha favorecido que los tenedores se inclinen o bien por el alquiler turístico, o bien por la venta, como demuestra el hecho de que de las 650.000 casas que se vendieron en 2024, aproximadamente 550.000 fueran las correspondientes a las retiradas del mercado del alquiler.
Lo irónico es que, una vez que ha provocado el desvío de las viviendas hacia otras opciones más rentables, el Gobierno se dedica a perseguir lo que él mismo ha propiciado. Bien luchando contra la «especulación», como defendió Sánchez el miércoles para secundar a Ione Belarra y Gabriel Rufián; bien «declarando la guerra a los pisos turísticos», como también proclamó el presidente en la última Sesión de Control.
De esta forma, el Gobierno recurre al chivo expiatorio del mercado para exonerarse de la responsabilidad que le compete en el despliegue de una política de vivienda nefasta, condicionada por sus socios radicales de Podemos y Sumar, y que desincentiva la oferta en lugar de estimularla.
Los españoles no pueden permitirse más ejercicios de demagogia gubernamental, como los sucesivos anuncios de entrega de viviendas del presidente a lo largo de los últimos años. Todas juntas ascienden a casi medio millón, pero solamente estarían en fase de ejecución 80.000 y apenas se han entregado unos centenares.
Limitarse a lamentar, como hace el Ejecutivo, que las comunidades autónomas del PP no apliquen la Ley de Vivienda no es ninguna solución (cuando de aplicarse, además, sólo se agravaría el problema).
Y, por supuesto, tampoco tienen ninguna incidencia iniciativas cosméticas y pueriles como la de la línea telefónica que va a habilitar el Ministerio para que los españoles puedan solicitar información sobre vivienda.
Lo que se requiere es una acción decidida para contribuir al aumento de la oferta, incentivando en lugar de desalentando la salida de inmuebles al mercado del alquiler.
Las medidas de contrastada eficacia para ello son de sobra conocidas: bonificaciones fiscales para los propietarios que alquilen sus casas, garantía de la seguridad jurídica a través de la persecución de la okupación, y, sobre todo, modificar la regulación urbanística para liberalizar suelo, aligerar la burocracia y agilizar los trámites administrativos para promover la construcción.
Si no se replantea urgentemente la política nacional de vivienda, cada vez más españoles se verán en la atroz tesitura de elegir entre pagar el alquiler y poder disfrutar de una alimentación en condiciones.