Uno de los tópicos más extendidos asegura que hoy día la información está más extendida que nunca. Cierto que cualquier zoquete puede hacerse oír en las redes, pero lo importante siempre pasa por tamices que no están al alcance de los comunes. Empeñarse en un debate de altura sobre una señora que exhibe dos senos hermosos y bien conformados mientras enarbola la palabra “Revolución” tiene bastante de recurso veraniego y un poco de frivolidad trascendental para deleite de lectores vacacionales. Si las tetas fueran viejas y bamboleantes entraríamos en el ámbito del género y ahí ya estaríamos bajo el fuego ideológico. A mí no se me ocurre nada fuera del placer visual y del desvalimiento de esa palabra que en otro tiempo significó mucho, la revolución, y que ahora es un bailable.
Para cargarse el tópico de la democratización de las noticias basta una ojeada al caso Natalio Grueso, 53 añitos muy viajados, natural de Moreda, una aldea de la comarca asturiana de Aller. Su segundo apellido, González, le quita la aureola de leyenda que fue a este genio de las promociones culturales en España. Decir Natalio Grueso a secas se refiere a quien dirigió el Teatro Español en Madrid, director de las Artes Escénicas del Ayuntamiento de la capital, portavoz y factótum de la Fundación Príncipe de Asturias (2000-2006) –la niña de los ojos de la cultura institucional española– y en fin director general del Centro Oscar Niemeyer, una de esas invenciones oficiales con nutridos fondos públicos que nacieron de la nada para servir a la magnificencia de los líderes políticos, con la idea de que ya se iría dando sentido a la gran obra proyectado por arquitectos de fuste.
Fue lo que se dio en llamar el “efecto Guggenheim”, que funcionó en Bilbao a finales del siglo XX a modo de talismán turístico. En Barcelona se proyectó el MACBA, del que recuerdo un edificio luminoso, amplio y tan vacío que quien daba una conferencia debía proveerse de un plano. Pero el tiempo todo lo va llenando sea de arte o de trampantojos, y cuando pasa una década se convierte en referencia del mobiliario urbano. Barcelona, Bilbao o Madrid pueden permitirse ciertos derroches porque los presupuestos se convierten en piezas políticas, y el debate pasa del sinsentido a la identidad y ahí ya cabe todo. Pero proyectar una hazaña así en Avilés (Asturias) tiene algo de esa inclinación tan acusada en la asturianía de blindarse con el grandonismo.
Cuando le propusieron al gran arquitecto brasileño Oscar Niemeyer construir un edificio en Avilés, tras concederle el premio Príncipe de Asturias, de seguro que primero tuvieron que explicarle dónde quedaba eso. La villa de Avilés y su entorno (75 mil personas), fue importante centro industrial en la autarquía tardía del franquismo, modesto puerto de mar en competencia con Gijón y conforma el triángulo con Oviedo donde se concentra la mayoría de la población asturiana, un millón en total. Pero ahí es donde entra nuestro personaje, Natalio Grueso. Él asumirá la misión de convertir el Centro Oscar Niemeyer de Avilés en un referente internacional. Lo intentó de la única manera posible; con mucho dinero para gastar.
El tiempo todo lo va llenando sea de arte o de trampantojos, y cuando pasa una década se convierte en referencia del mobiliario urbano.
Wody Allen llegó a España se puede decir con las ofertas generosas de Natalio Grueso. Dejó la huella de una estatua en Oviedo. Por el Niemeyer de Avilés pasaron figuras de la pantalla mundial –mundial es una palabra del acervo astur-. No se sabe muy bien a qué vinieron a Avilés actores como Brad Pitt, entre otros, fuera de que el presidente de la Autonomía Asturiana, el socialista Tini Areces, quería regalarle a su hijo una foto con la estrella de Hollywood. También Kevin Spacey y Jessica Lange para quienes imagino que Avilés y el Niemeyer les debían resultar como unos decorados de cine.
Entretanto Natalio Grueso seguía en su labor. Publicó un libro cuyo título exime de otros comentarios, “Wody Allen, el último genio”, que conforma una obra literaria de otros 11, que van desde la novela, el ensayo, o el mundo del cine, uno de ellos dedicado a Carlos Saura, visitante. También se ejercitó en la dramaturgia, pero carezco de referencia fuera de sus desbordantes currículos en las redes.
Toda esta historia tendría una resumen castizo y zarzuelero si no fuera que la realidad aplastante le diera un giro hacia lo tragicómico. El lado trágico es que a Natalio Grueso le han caído 8 años de cárcel y debe ingresar en prisión por “delito continuado de caudales públicos” y que acaba de ser puesto en búsqueda y captura. La vertiente cómica es que 32 personajes del mundo de la cultura han estampado su firma en un documento en el que garantizan la “intachable gestión” del condenado. Todo este asunto sólo se ha filtrado en parte gracias al animoso bufete de su defensa y fuera de los diarios locales nadie se ha referido al caso, preocupados todos por las tetas excelsas. Sorprende cuando entre las 32 firmas figuran nada menos que Wody Allen, Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel, Ana Belén, su editor el exministro Manuel Pimentel…
Y solicitan su indulto. De revalidar Pedro Sánchez la presidencia habrá de disponer de una secretaría de estado bajo el marbete de “subsecretaría de indultos y proyectos”, capaz de abordar tantas esperanzas como están puestas en encontrar fórmulas que blanqueen los acuerdos políticos. Amén de la “intachable gestión” de Natalio Grueso, que no han apreciado precisamente los jueces, señalan en la carta, según su letrado defensor, la lógica depresión que le podría conducir al suicidio. Quizá lo más significativo, al menos para mí, no está en la prisión, que no se la deseo a nadie, y porque 8 años son muchos años en la vida de una persona, sea vendehumos o beneficiario de fondos públicos.
Lo novedoso es la existencia de los “gestores culturales”, algo inédito en nuestra cultura y que caracteriza la época que vivimos. La cultura sin gestores no pasa de ser un ejercicio individual, como una artesanía que no da el salto al mercado y que se queda al pairo de los buscavidas que ejercen de intermediarios, viajantes del trabajo ajeno, pero sobre todo -y esto es lo más llamativo del signo de la posmodernidad- conversores de la cultura en un instrumento al servicio del que ejerce el poder. No de quien paga, que es la ciudadanía, sino de quien tiene la potestad de gastar los fondos en la promoción de quienes les pagan a ellos. Ejercen de agentes políticos barnizados y con suerte logran una gloria efímera que cuidamos mucho de no desvelar.