Ignacio Varela-El Confidencial
- Por el lado sanitario, se ha demostrado que abandonar todas las precauciones confiando únicamente en el avance de la vacunación fue una imprudencia temeraria
Con más ligereza que cordura, ya se hablaba de la pesadilla en tiempo pasado, pero en apenas dos semanas han reventado todas las costuras del modelo español de gestión de la pandemia, que consiste fundamentalmente en la derrota de la ciencia y del derecho a manos de la política partidaria.
Por el lado sanitario, se ha demostrado que abandonar todas las precauciones confiando únicamente en el avance de la vacunación fue una imprudencia temeraria. Una vez más, a cada desescalada prematuramente decretada por el Gobierno respondió el virus con una escalada de los contagios. Por el lado jurídico, la sentencia del Tribunal Constitucional ha puesto al desnudo el desmadre normativo de los últimos 15 meses. Y por el lado económico, el cuento de la lechera de un verano esplendoroso se ha venido abajo y el turismo se apresta de nuevo a contabilizar pérdidas multimillonarias.
El Gobierno de Sánchez defendió la tesis correcta mientras le convino, pero la olvidó en cuanto dejó de servir a su interés
El tribunal se ha dividido en la complejísima cuestión de delimitar conceptualmente, en una situación límite sin precedentes, la limitación de un derecho y su suspensión. Pero los magistrados y todos los juristas serios coinciden en lo esencial: que no pueden restringirse con carácter general los derechos fundamentales de las personas sin acudir al artículo 116 de la Constitución, basamento ineludible del llamado ‘derecho de crisis’.
Todas las instituciones (el Gobierno central, el Parlamento, las comunidades autónomas, muchos jueces) y todos los partidos políticos sin excepción quedan desautorizados por esta sentencia. Todos ellos pugnaron por sortear el único recurso constitucional que habilita y enmarca la alteración de los derechos ciudadanos en una emergencia. El Gobierno de Sánchez defendió la tesis correcta mientras le convino, pero la olvidó en cuanto dejó de servir a su interés.
En cuanto a la oposición, poco tendría que celebrar de esta sentencia, salvo la derrota del Gobierno. La suya no es menor, porque ningún partido propuso jamás sustituir el estado de alarma por el de excepción. Al contrario, trabajaron para demoler, debilitar o desfigurar el estado de alarma.
No es posible interpretar las decisiones sobre la pandemia sin buscar en primer lugar la lógica de bandería que las inspiró
Vox, promotor del recurso, se instaló pronto en el negacionismo pandémico. El PP y Ciudadanos sostuvieron y siguen sosteniendo que el estado de alarma puede ser suplantado por una ley ordinaria. Los nacionalistas —acompañados por muchos gobiernos autonómicos— solo buscaron arrancar para sí las competencias de excepcionalidad normativa que la Constitución atribuye exclusivamente al Gobierno y al Parlamento.
La sinrazón política y el oportunismo prevalecieron siempre sobre la lógica jurídica y la exigencia sanitaria. De hecho, no es posible interpretar las decisiones sobre la pandemia —sean de Sánchez, de Ayuso o de Torra— sin buscar en primer lugar la lógica de bandería que las inspiró. La derogación atropellada del estado de alarma el 9 de mayo no habría sucedido sin las elecciones madrileñas del 4-M, ni la caída de las mascarillas sin los indultos, ni la exaltación ayusista de los bares sin el designio de atizar el rencor antisanchista.
La gestión pandémica española viene lastrada desde el primer instante por la tozuda imprevisión de los gobernantes, empeñados en dibujar la realidad para acomodarla a sus cambiantes conveniencias tácticas; por el dominio de la propaganda sobre la información, de la política partidaria sobre la sanitaria y del electoralismo sobre la gestión eficiente del interés público; por un buscado caos competencial, orientado en unos casos a escamotear responsabilidades y en otros a hurtarlas, y por el maltrato sistemático al orden jurídico propio de un Estado de derecho. En España, los dirigentes políticos son los mejores aliados del virus. Entiende mucho más el covid de política española que ellos de epidemiología o de derecho.
La reacción iracunda y desafiante del Gobierno ante la sentencia del Tribunal Constitucional nos adentra un paso más en el peligroso camino del deterioro de las instituciones y la confrontación entre los poderes del Estado. En la era sanchista, el poder ejecutivo no busca otra cosa que regatear al Parlamento, someter la Justicia (un ministro acaba de ser cesado por fracasar en esa encomienda) e intimidar a la prensa. El legislativo se ha convertido en un gallinero horrísono incapaz de producir las leyes que el país necesita. Y el poder judicial está a la defensiva, tratando de preservar su autonomía y, de vez en cuando, soltando zarpazos a modo de advertencia. La división de poderes ha sido sustituida por la conflagración de poderes.
Y ahora, ¿qué? Nos hicieron creer antes de tiempo que la pandemia era cosa del pasado y nos topamos con una quinta ola fuera de control. Hemos descubierto que se puede encabezar a la vez la lista de las vacunas y la de los contagios. Se incrimina a los jóvenes después de haberlos lanzado a la jarana.
El sentido común aconsejaría admitir la realidad, retroceder ordenadamente en la desescalada y apretar en la vacunación. Recuperar las restricciones que sean necesarias, recurriendo a estados de alarma selectivos si se necesita volver a restringir derechos temporalmente en algún lugar. Aceptar que un Gobierno autonómico no está autorizado a cerrar su territorio o decretar toques de queda. Liberar a los jueces de la carga de ejercer a la vez de legisladores y epidemiólogos. Ordenar y asumir las competencias de una puñetera vez, sin trucos de ilusionismo (ahora aparezco, ahora desaparezco). Volver a atender a las togas para lo jurídico y a las batas blancas para lo sanitario. Presentar inmediatamente en el Congreso un proyecto de ley —respetuoso con la Constitución— para regular la gestión de las emergencias en general y de las sanitarias en particular.
Y si es posible, hacerlo con un grado razonable de acuerdo político y de lealtad institucional. Pero con este personal al timón, hay que abandonar toda esperanza. Aunque quisieran, no sabrían; y aunque supieran, no querrían.