El Correo-RAÚL LÓPEZ ROMO Historiador. Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo
Hace 40 años las Cortes promulgaron la Constitución. Es una buena ocasión para recordar algunos episodios de la Transición política. Sin olvidar las violencias que marcaron aquellos años, los historiadores solemos prestar especial atención a una sucesión de hitos positivos. El primero fue en 1976, la Ley para la Reforma Política, que inició el cambio de régimen. Luego, en 1977, las primeras elecciones generales y también la Ley de Amnistía, vista entonces como una herramienta para la reconciliación y para el cese del terrorismo. En 1978 llegó la aprobación en referéndum de la Carta Magna, base de nuestro Estado de Derecho. En 1979 el Estatuto de Autonomía de Gernika, que devolvía amplísimas cuotas de autogobierno a las instituciones vascas después de cuatro décadas de cerril centralismo. En 1980 la apertura del primer Parlamento vasco de la historia…
Resumido así, todo aparenta encajar, al modo de las señales que guían tus pasos por un sendero hasta que llegas al destino. Pero la Transición estuvo llena de incertidumbres y problemas. A finales de los 70 se desconocía cuál sería el resultado. El signo de los tiempos parecía indicar que no había otra posibilidad que alcanzar un sistema democrático homologable al que ya disfrutaban casi todos nuestros vecinos. Pero las dictaduras de Grecia y Portugal quedaban muy recientes; acababan de caer. Y en España las presiones de los favorables a una involución fueron intensas. Nadie podía garantizar de antemano el éxito de la democratización. A renglón seguido resumiré los tres momentos clave en los que se percibió con mayor claridad que la Transición podía zozobrar.
Primer hito: enero de 1977. La violencia política ya había asomado desde el principio de la Transición de la mano de organizaciones de diferentes ideologías empeñadas en sembrar el terror para imponer sus objetivos: ETA, GRAPO, Guerrilleros de Cristo Rey… Pero en esa fecha alcanzó cotas inéditas. El día 24 los GRAPO secuestraron al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Era un golpe al corazón del Estado en las carnes del Ejército, una institución clave para el sostenimiento del franquismo y en la que aún persistían fuertes veleidades autoritarias. Esa noche pistoleros de ultraderecha irrumpieron en un despacho de abogados laboralistas vinculados al PCE y a CC OO. Asesinaron a cinco personas y dejaron a cuatro gravemente heridas. El PCE, todavía ilegal, respondió convocando una masiva manifestación pacífica de duelo y de repulsa. El último superviviente de esa masacre, Alejandro Ruiz-Huerta, lo recuerda así en el libro ‘Memorias del terrorismo en España’: «No se quiso manifestar ninguna voluntad de revancha ni de venganza. No la queríamos. Fue la ruptura del bucle sin fin de la violencia. El silencio empezó a construir la democracia en España (…) fue la amalgama que nos unió a todos los demócratas (…) por la libertad y la democracia para todos». Todo habría sido diferente si los dirigentes comunistas hubieran optado por el ‘ojo por ojo’ en esa ‘semana negra’ de 1977, en la que, además de lo ya citado, los GRAPO asesinaron a dos policías y a un guardia civil, la extrema derecha mató a un joven en una manifestación pro-amnistía en Madrid y, en la marcha de protesta convocada al día siguiente, un bote de humo lanzado por la Policía acabó con la vida de otra manifestante.
Segundo hito: abril de 1977. La legalización del PCE era una asignatura pendiente de cara a las elecciones de junio, pero las resistencias eran grandes y las más preocupantes eran las procedentes del Ejército. Suárez maniobró con astucia para aprobarla en Semana Santa, con lo que sus rivales perdieron capacidad de maniobra. La legalización no provocó un terremoto político, aunque Fraga, líder de AP, exclamó que se había producido un «golpe de Estado». El almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, presentó su dimisión. El Consejo Superior del Ejército acató la medida, pero afirmó que su obligación era defender la bandera, las instituciones de la Monarquía y la unidad de la patria, insinuando así que se mantendría vigilante y que se reservaba la potestad de intervenir en el ámbito político. La ‘cuestión comunista’ quedó resuelta, pero a partir de entonces, como señalan los historiadores Carme Molinero y Pera Ysàs en su reciente libro sobre la Transición, muchos militares perdieron la confianza en Suárez.
Tercer hito: febrero de 1981. Aquí, en realidad, más que de un momento concreto habría que hablar de un proceso de paulatino deterioro de la vida pública desde finales de los setenta. Por una parte, la crisis económica era cada vez más acusada. El paro y la inflación se dispararon, aumentando el malestar ciudadano. Por otro lado, la UCD se empezó a descomponer en batallas intestinas. Finalmente, ETA recrudeció su estrategia de golpear a las Fuerzas de Seguridad y al Ejército. En 1978 había empezado a asesinar a altos mandos castrenses. En paralelo, en los cuarteles aumentó el ‘ruido de sables’, cuyo primer aviso serio fue la llamada ‘Operación Galaxia’. La espiral terrorista de esos ‘años de plomo’, incluyendo el asesinato de varios generales, fue la principal excusa esgrimida por el grupo de militares y guardias que se levantó contra la democracia el 23 de febrero de 1981, aprovechando la debilidad del Gobierno de la UCD. Aquella noche el miedo a una involución fue real, aunque pronto quedó disipado.
La construcción de las libertades fue como jugar con un vaso frágil. En diferentes momentos pudo caerse de las manos y hacerse añicos, sobre todo por culpa de dos amenazas relacionadas: el golpismo y el terrorismo. La primera desapareció con el fin de la Transición. La segunda, en distinto grado según la etapa, nos ha acompañado durante toda la democracia.