FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO
El autor lamenta cómo hasta en el mundo académico e intelectual está calando la inquisición de lo políticamente correcto y cualquier investigación puede ser tachada de machista, racista u homófoba.
Con esa apreciación Barry confirmaba que, como tantos ilustrados, estaba aquejado del virus hegeliano según el cual la razón siempre triunfa. Una manera como otra de creer en la Divina Providencia. Muy hegeliana, pero poco marxista. Porque las escaramuzas, el ruido y la furia, los cabildeos y las luchas por el poder cuentan mucho en la academia. Sucede sobre todo en disciplinas como las humanísticas, carentes de pautas metodológicas sedimentadas. Cuando faltan los patrones inequívocos de tasación prosperan las miserias humanas. Las miserias, por supuesto, están en todas partes, también en la mejor ciencia, pero la garantía de impunidad allana el camino a los peores productos. Entonces, la mercancía mala acaba por expulsar a la buena. No es que las humanidades convoquen a los tramposos, es que en las humanidades prosperan con más facilidad. Hasta consolidan cátedras y disciplinas. Como en la construcción: no es que los bribones se dediquen al mercado inmobiliario, es que el mercado inmobiliario propicia los bribones.
Han pasado los años y vamos a peor. De vez en cuando alguien levanta la voz y retoma el compromiso de Barry. Así lo hizo el físico Alan Sokal cuando envió a Social Text, revista postmoderna, un texto repleto de incongruencias y farfolla con la única intención de mostrar que todo les daba lo mismo. La revista lo acogió con entusiasmo. Hace poco, en una suerte de Sokal 2.0., tres modestos académicos endosaron 20 delirantes artículos a revistas humanistas serias (género, identidad) que habían rematado en poco más de dos tardes –el tiempo justo de aprender la jerga– y que (casi todas) las revistas tardaron menos tiempo en aceptar. Entre ellos destacaba uno, publicado en la postinera Gender, Place, and Culture, según el cual en los parques para perros rige una cultura de la violación, obviamente heteropatriarcal, una suerte de condensado de la violencia machista. Violencia estructural, claro.
Pero que nadie se inquiete. Mañana será otro día y los delirios se seguirán impartiendo. Las posiciones están consolidadas y, además, las críticas quedan pronto amortiguadas, entre otras razones porque los académicos pocas veces están a la altura de los principios que dicen profesar. Temerosos de ser acusados de complicidad –por abreviar– con el sistema no están dispuestos a asumir el coste de la discrepancia. Si acaso, entre ellos y cuando nadie los ve, se echarán unas risas antes de acudir a una reunión obligatoria sobre perspectiva de género. Y a otra cosa. Lo saben bien los cultivadores de las nuevas disciplinas que administran las intimidaciones con oficio leninista. Hasta conmueve ver a los economistas abjurar de su sagrada eficiencia para honrar las más insensatas –que las hay sensatas– defensas de la discriminación positiva. Quedan pocos Barry y, puestos a decirlo todo, resulta muy fatigoso dedicarse, en lugar de a contribuir a desarrollar el conocimiento, a desmontar supercherías que, como decía aquel Nobel de Física, ni siquiera son falsas. Como si en las facultades de Química se tuvieran que ocupar de desmontar la homeopatía porque en esas mismas facultades se impartiera homeopatía.
En realidad, la cosa se ha agravado. No sólo se trata de que las nuevas Humanidades ignoren los resultados de la Biología (el dimorfismo sexual), las matizadas conquistas del Derecho (la presunción de inocencia), la inferencia estadística y, sobre todo, la elemental distinción entre hechos y valores, es que, además, se muestran dispuestas a prohibir la verdad que, por lo que se ve, ha dejado de ser revolucionaria. No incurro en exceso retórico. Sobran los ejemplos de investigaciones frenadas o acalladas porque disgustan sus resultados. Linda Gottfredson, reputada investigadora en el campo de la inteligencia, vio cómo le cancelaban una charla en Suecia porque su trabajo no satisfacía los estándares éticos de la International Association of Educational and Vocational Guidance, entre los que se incluyen «evitar y trabajar para superar todas las formas de estereotipos y discriminación (como el racismo, el sexismo, etc.)».
Por supuesto, en su obra no hay nada que contravenga estos estándares. No lo hay porque no lo puede haber, porque se ocupa de resultados empíricos, no de valoraciones: las (indiscutibles) diferencias biológicas no justifican las desigualdades de derechos. Por cierto, sus inquietantes resultados constituyen conocimiento consolidado de la investigación (si tienen dudas echen una ojeada a Top 10 Replicated Findings From Behavioral Genetics, Perspectives on Psychological Science, 2016). No es el único caso. Hace bien poco, presiones políticas llevaron a retirar un trabajo aceptado para publicación que utilizaba un modelo matemático para probar una conjetura razonablemente confirmada, la hipótesis de la variabilidad masculina mayor, según la cual, por resumir, hay más idiotas y más genios entre los hombres que entre las mujeres. A la vista de las barbas de sus vecinos, hasta los economistas, siempre tan prudentes, por no decir dóciles, con la corrección política, han mostrado –a través de la American Economic Association– su inquietud por el estado del patio. Otro día les hablo de una investigadora española que, después de realizar una interesante tesis desde la perspectiva de un feminismo informado empíricamente, ha acabado por abandonar su línea de investigación para poder sobrevivir en el mundo académico.
CUANDO se recuerdan cosas como las anteriores, algunas almas cándidas recomiendan disculpar los excesos: no sería la primera vez en la historia que los oprimidos se pasan de frenada, pero eso no quita para reconocer su condición. No seré yo quien ignore el argumento. Tampoco que en no pocas ocasiones los grupos inequívocamente desfavorecidos merecen una protección especial. Pero invocar ese argumento en un debate de ideas está fuera de lugar. Tariq Ramadan, el filósofo político islamista, no es un parado de una banlieue, sino un académico formado en las mejores universidades del mundo. Judith Butler imparte su doctrina feminista en la Universidad de California. No es una emigrante sin papeles. Sus tesis o propuestas no merecen –en ningún sentido– un trato especial. Se han de evaluar como cualquier otra idea del circuito intelectual. Sus ideas son suyas, no las de ningún colectivo desamparado. Es obsceno arrogarse el monopolio de la voz de los desprotegidos y, a la vez, reclamar para sí la protección de éstos para vetar las críticas. Y sobran muestras de que esa operación la practican no pocos a diario: cuando se acallan las discrepancias en nombre del genuino feminismo; cuando las preguntas se despachan como ofensas (homófobas, racistas, sexistas) obviando el fatigoso trámite de argumentar. Al final, los excluidos realmente existentes acaban oficiando como instrumentos de las carreras profesionales de unos cuantos privilegiados, una suerte de involuntaria guardia pretoriana.
Ni investigar el IQ supone defender el racismo ni mostrar las debilidades de la teoría queer equivale a entregarse al sexismo. No es seguro que la verdad sea revolucionaria, pero sí lo es que combatirla es reaccionario. Lo que importa es el afán de verdad. Por cierto, que de eso va literalmente la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».