Diez años ha tardado la Audiencia Nacional en juzgar y sentenciar un aparentemente sencillo proceso sobre acciones de kale borroka o violencia callejera cometidas en San Sebastián entre 1996 y 2000 por un supuesto talde Y de apoyo a ETA y que ha concluido con la absolución de los 14 acusados por falta de pruebas. Y pruebas, lo que se dice pruebas, no puede decirse que no hubiera.
Sostiene Paulo Coelho que «lo que ahoga a alguien no es caerse al río, sino mantenerse sumergido en él». Y algo parecido es lo que ha ocurrido en este caso.
Diez años ha tardado la Audiencia Nacional en juzgar y sentenciar un aparentemente sencillo proceso sobre acciones de kale borroka o violencia callejera cometidas en San Sebastián entre 1996 y 2000 por un supuesto talde Y de apoyo a ETA y que ha concluido con la absolución de los 14 acusados por falta de pruebas.
Y pruebas, lo que se dice pruebas, no puede decirse que no hubiera. Tres de ellos ya habían sido condenados por actos de violencia callejera, y otros habían confesado los hechos ante la policía y el juez. Pero es que en el registro de la herriko taberna de la que supuestamente salían para cometer sus acciones, las fuerzas de seguridad encontraron diverso material del utilizado habitualmente para la kale borroka. Así, había cuatro capuchas y guantes de látex, una docena de cohetes pirotécnicos y bengalas con un dispositivo confeccionado artesanalmente para dirigir los cohetes sin riesgo para el lanzador, y 20 litros de ácido sulfúrico y gasolina para confeccionar cócteles molotov. Además, había documentación, una pancarta de ETA y una hucha para recaudar fondos para Haika, estructura juvenil ilegalizada que sirve de cantera a la organización terrorista.
En el interior de una caja fuerte, cerrada con llave, fue hallada una pieza metálica con el anagrama de ETA -la serpiente enroscada en el hacha-, que se utiliza como molde para realizar pintadas de ese logotipo en las paredes de la ciudad; dos ejemplares de un libro con el sello de la banda terrorista, numerosas pegatinas y pasquines amenazantes contra personalidades.
En el registro del domicilio de uno de los camareros de la herriko, Ibon Toledo, al que otro de los implicados señaló como jefe de Haika, se encontró una agenda con anotaciones de su puño y letra. En una se lee «Ekipo A» y a continuación los apodos de siete de los imputados. Además, la agenda contenía un trozo de periódico con un apunte manuscrito por Toledo: «NA-2918-AH Citroën AX Gris oscuro». Esa matrícula y ese modelo de coche se corresponde con el que utiliza un funcionario de la policía autonómica vasca.
De modo que alguna prueba sí que había, aunque quizá el problema era individualizar la conducta de cada acusado. El fiscal del caso, Luis Barroso, inicialmente solicitó penas que en algún caso llegaban a los 12 años de prisión. Pero el verdadero problema era que la causa había estado cuatro años y tres meses parada u olvidada en el juzgado. Unas dilaciones indebidas ajenas a los procesados que en caso de condena ya iban a suponer una importante rebaja de las penas a imponer.
Y Barroso, sin permiso de su jefe, planteó a las defensas dos alternativas para llegar a una conformidad y evitarse el juicio. Los abogados aceptaron una de las opciones, que suponía la condena de sus clientes pero sin que tuvieran que entrar en prisión.
Sin embargo, cuando ya había fumata blanca, el fiscal jefe, Javier Zaragoza, que no había sido consultado, se opuso al pacto y obligó a su subordinado a que acudiera al juicio y sostuviera sus acusaciones.
Y se armó el lío, porque el fiscal tuvo que comunicar que no había acuerdo en el inicio de la vista y los abogados de la defensa se sintieron traicionados. Estaban preparados para un juicio de conformidad, pero no para una defensa eficaz y con garantías. Con toda la razón de su parte, pidieron un aplazamiento, pero el presidente del tribunal, Alfonso Guevara, rechazó a gritos esa pretensión y uno de los letrados se fue de la sala entre las amenazas del presidente de denunciarlo al Colegio de Abogados.
El juicio se celebró pocos días después y el fiscal, en una actuación que probablemente no será la más brillante de su vida, pidió penas de hasta siete años de cárcel por delitos de integración o colaboración con banda terrorista y por tenencia de explosivos y sustancias inflamables.
Claro que tampoco el tribunal pasará a la historia de la excelencia con semejante sentencia, de la que ha sido ponente Ángeles Barreiro. Una joyita en la que, quizá no sea por desidia, no deja de ser indicativo que el nombre de uno los dos principales acusados esté mal escrito en 6 de las 22 veces en las que se le menciona.
Tienen suerte estos cerebros de estar en la función pública, porque en la empresa privada a algunos de ellos hace tiempo que les hubieran echado.
Tocado y hundido.
José Yoldi, EL PAÍS, 17/1/2011