IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA-EL DEBATE
  • Los «delitos de odio» y la lucha contra el «fango» pretenden abolir la libertad de expresión. No es fácil comprender cómo la civilización occidental ha podido producir en su seno el virus letal que puede acabar con ella

Pierde las elecciones y gobierna. Miente y gobierna. Desprecia la Constitución y gobierna. Compra votos a cambio de concesiones políticas y jurídicas a los separatistas y gobierna. Desprecia, al menos, a media España, y gobierna. ¿Dónde se encuentran los motivos de esta atroz supervivencia política? He aquí algunos.

Desgraciadamente, a muchos ciudadanos les gusta su política. Supongo que, en caso contrario, no le votarían. En la Roma republicana, el hecho de que la plebe votara a un plebeyo era lo más natural. Cuando la política se convierte en un combate de boxeo, lo importante es que gane el nuestro, aunque sea mediante golpes prohibidos.

También es posible invocar la decadencia intelectual y moral de gran parte de la sociedad española, para la que la verdad y los principios morales parecen algo perfectamente prescindible.

La situación económica no es buena, pero tampoco mala. Existe un bienestar mayoritario. Los indigentes son muchos, pero una minoría. El sistema (es decir, lo que apoya al Gobierno) tolera un nivel de miseria si no anega a la clase media.

Algunos de los principales medios de combatir el despotismo se encuentran debilitados o amenazados. Los derechos han dejado de ser exigencias y límites al poder para convertirse en concesiones del Gobierno que aumentan su poder. Los «nuevos derechos» incrementan el despotismo. Los viejos, los verdaderos, la vida, la libertad y la propiedad, agonizan. El poder judicial es uno de los pocos baluartes supervivientes. Por eso, es objeto del asalto del poder. Un poder judicial independiente es el principal remedio contra el despotismo. Por eso los déspotas, que lo saben, tratan de apropiarse de él. El Tribunal Constitucional no es poder judicial, sino un órgano político de control de la constitucionalidad. Ya está en manos del despotismo. Queda el Consejo General del Poder Judicial y, con él, el Tribunal Supremo. Es el próximo objeto de botín. Si cae, solo nos queda la resistencia cívica. Otra barrera contra el despotismo es la libertad de prensa. Sobrevive, aunque muy maltrecha. Los «delitos de odio» y la lucha contra el «fango» pretenden abolir la libertad de expresión. No es fácil comprender cómo la civilización occidental ha podido producir en su seno el virus letal que puede acabar con ella.

De la ilustración de los ciudadanos como freno del despotismo ya se han ocupado con la inoculación de la ignorancia y la manipulación masivas. La izquierda es mucho más gramsciana que marxista. La batalla es cultural. Ahí es donde hay que buscar la hegemonía política. Y la derecha, salvo exiguas excepciones, no se entera. No es la economía; es la cultura.

La democracia liberal y el Estado de derecho son un estorbo. Y la separación de poderes. ¿Para qué limitar el poder del pueblo? ¿Es que el pueblo va a hacerse daño a sí mismo? Los objetivos principales son el poder judicial y la libertad de expresión.

A todo esto, hay que añadir el declive del aprecio de la libertad. La pasión dominante es la igualdad, no la libertad. La estrategia del déspota se ha vuelto sencilla. Basta con que ame la igualdad o lo aparente. La falta de escrúpulos también es un buen aliado, al menos durante un tiempo, de la conservación del poder.

Tampoco cabe desdeñar los errores de la oposición. Su división es un grave mal. La existencia de Vox no es un problema para Sánchez, sino una bendición. Incluso ya tiene un aliado más. La derecha ha cometido errores graves en las últimas campañas electorales. Aun así, ha ganado, pero no lo suficiente. Acaso el mayor haya sido el no haber presentado el PP y Vox una lista única en algunas circunscripciones en las que dos listas daban el escaño al PSOE. El Gobierno habría caído y habría terminado este golpe de Estado desde el poder y por entregas.

La izquierda ha emprendido una guerra contra la derecha para excluirla del ámbito público. Cabe recordar la antigua máxima romana. En tiempos de guerra, las leyes callan. Entonces, la disciplina militar reemplaza al orden legal. La paz y la tranquilidad deben esperar hasta que llegue la victoria.