Ignacio Varela-El Confidencial
- Cualquiera que sea el desenlace del esperpento, a estas alturas no queda en España un adulto que siga creyendo en la independencia de la Justicia que proclama la Constitución
La teoría política y la experiencia empírica no siempre coinciden, pero en algo lo hacen plenamente: está descrito teóricamente y comprobado empíricamente que los procesos de destrucción de las democracias representativas desde dentro del sistema comienzan invariablemente por la demolición del poder judicial, siendo el primer paso destrozar la creencia de la sociedad en su independencia. El “estropicio” institucional que, con eufemismo benevolente, denunció el todavía presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, está tan avanzado que probablemente sus peores efectos, en términos de descrédito social, no sean ya reversibles.
Cualquiera que sea el desenlace del esperpento, a estas alturas no queda en España un adulto que siga creyendo en la independencia de la Justicia que proclama la Constitución, especialmente en lo que se refiere a órganos tan medulares como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el propio Tribunal Supremo. Nadie que tenga ojos en la cara puede ya sustraerse a la convicción de que esos órganos, antaño prestigiosos, sean hoy otra cosa que un escenario —el peor posible— de la estólida batalla por el poder emprendida por los dos principales partidos políticos del país.
El daño sistémico ha traspasado la frontera que separa lo coyuntural de lo estructural. Ningún simulacro de acuerdo que se produzca próximamente —si es que eso llega a suceder— conseguiría reparar el estrago. Es el mayor triunfo de los enemigos de la democracia representativa desde la muerte del dictador, servido en bandeja por quienes más obligados estarían a defenderla.
El espectáculo viene siendo tan descaradamente pornográfico que ni siquiera es necesario descodificarlo políticamente, porque todas las miserias del combate han quedado expuestas sin asomo de pudor. Es manifiesto que el asalto partidista al sistema judicial se ha convertido en el sueño húmedo de los dirigentes del Gobierno y de la oposición, dispuestos a saltar cualquier barrera —incluidos los principios constitucionales— por conquistar la colina.
Es inútil que el Partido Popular trate de camuflar su propósito evidente de petrificar la mayoría ideológica conservadora en el CGPJ y en el Constitucional (establecida al amparo de unas elecciones de hace 11 años), boicoteando con falaces pretextos sucesivos la obligada renovación de ambos órganos en la confianza de que su regreso al poder está cerca. Entonces serán ellos quienes tengan prisa por activar lo que ahora bloquean. A medida que crece su expectativa de una próxima victoria electoral, decrece el incentivo para atener su comportamiento presente al dictado de la Constitución.
El artículo 102 no es volitivo. Contiene un mandato terminante, sin ofrecer resquicio alguno a maniobrar con los plazos o a condicionar su complimiento con exigencias paralelas. Lo que viene haciendo el PP en este asunto, se disfrace como se quiera, es un acto consciente de desacato a la Constitución.
No menos escandalosa resulta la intromisión del Gobierno en un procedimiento (la renovación parlamentaria del CGPJ y del TC) en el que el Ejecutivo no pinta nada ni la ley le atribuye papel alguno. Primero, instituyéndose ilegítimamente como parte negociadora en un asunto que compete exclusivamente al legislativo y al judicial; después, perpetrando y consumando un chantaje legal destinado a asfixiar al órgano de gobierno del poder judicial, uno de los muchos espacios que pretende colonizar.
En este caso, el CGPJ es la liebre falsa, un mero rehén instrumental. Lo que Sánchez tiene entre ceja y ceja es el control político del Tribunal Constitucional. Entre otros motivos, porque neutralizar a quien puede frenar los asaltos al orden constitucional —como hizo el TC en 2017— forma parte de la alianza política que lo sostiene en el poder y que aspira a reproducir ‘ad nauseam’. Si para ello tiene que conducir al colapso al sistema judicial entero, como está a punto de suceder, maldito lo que a él le importa. Junqueras debe gozar viendo cómo se desguaza y humilla al Tribunal Supremo que lo condenó.
La crisis institucional que padece el Estado en la era sanchista es mayúscula. “Me opongo —dice Lesmes— a que esta institución [el CGPJ] se declare en rebeldía en relación con la Constitución y con la ley”. El hecho de que sea necesario formular esa declaración muestra el nivel de degradación a que se ha llegado. Lo que Lesmes no añadió por prudencia, pero sin duda piensa porque es el correlato necesario de su afirmación, es que quien lleva cuatro años en rebeldía constitucional es el Parlamento español.
La Constitución no se refiere a tal o cual partido, sino “al Congreso y al Senado”. La orden de renovar en tiempo y forma los órganos esenciales del sistema tiene un único destinatario, que es el Parlamento. Son el Congreso y el Senado, pues, quienes se han instalado objetivamente en pertinaz actitud de desobediencia y de incumplimiento deliberado de su obligación; todo ello con la pasividad cómplice de las presidencias de ambas Cámaras, que en cuatro años no han movido un dedo para restablecer la dignidad de la institución parlamentaria, quebrantada en todos los aspectos esenciales: el secuestro del procedimiento legislativo ordinario suplantado por el uso abusivo de los decretos-leyes, el control efectivo del Gobierno y ahora la provisión de cargos en los órganos constitucionales del Estado.
Si en septiembre del 17 el Parlamento de Cataluña ejecutó un golpe duro contra la Constitución —que es tanto como decir contra la democracia—, no me parece exagerado pensar que el actual sabotaje al poder judicial desde el Parlamento español, protagonizado por los dos partidos mayoritarios, va adquiriendo la dimensión de un golpe blando contra uno de los pilares del Estado de derecho. Si me apuran, este resultará aún más grave que aquel, por venir de quienes viene.
Los dirigentes políticos se permiten estos desafueros porque les consta que no recibirán por ello ningún castigo electoral
La doctrina jurídica discute si es posible o no contemplar el delito de prevaricación por omisión. El Tribunal Supremo parece haberlo convalidado cuando, por ejemplo, confirmó una sentencia de 2017 de un juzgado de Bilbao en la que se argumentaba: “Considerada la prevaricación como delito de infracción de un deber, este queda consumado en la doble modalidad de acción u omisión con el claro apartamiento de la autoridad del parámetro de la legalidad, convirtiendo su comportamiento en expresión de su libre voluntad y, por tanto, en arbitrariedad”.
Lo más triste de todo: los dirigentes políticos se permiten estos desafueros porque les consta que no recibirán por ello ningún castigo electoral. Si el PSOE y el PP se jugaran un millón de votos a causa de este escándalo, habrían resuelto el contencioso hace tiempo. Por desgracia, en la sociedad española esta modalidad de corrupción institucional queda electoralmente impune, y ellos lo saben. Lo que también debería hacernos reflexionar como ciudadanos de una democracia sometida a asedio desde su propio corazón.