- Resulta inquietante cómo los intereses privados de quienes ejercieron lo público pueden llegar a comprometer la seguridad nacional y la política exterior de nuestro país.
En una democracia madura, la línea que separa el interés general del interés particular debería ser tan clara como infranqueable. Sin embargo, en España esa frontera se ha vuelto porosa, volátil, y, lo que es peor, peligrosamente invisible.
Exministros, expresidentes, diputados y secretarios de Estado colonizan hoy los despachos de influencia desde donde se redactan normas, se moldean adjudicaciones públicas y se negocian contratos de seguridad nacional.
El problema no es sólo la puerta giratoria: es la captura institucional.
El caso de Cristóbal Montoro, exministro de Hacienda, lo demuestra con crudeza.
Recién imputado por el juez de Tarragona, Montoro habría liderado una red de influencias desde su consultora Equipo Económico para beneficiar a empresas del sector gasista mediante la redacción de leyes fiscales a medida. Sus socios, también investigados, fueron altos cargos del Ministerio de Hacienda.
Lo que se investiga no es asesoría legal, sino influencia institucional con apariencia técnica. Un paso más allá del conflicto de interés: la privatización del BOE.
Más allá del saqueo normativo, hay decisiones gubernamentales que directamente comprometen la seguridad del Estado.
En las últimas semanas, se ha conocido la adjudicación de 12,3 millones de euros por parte del Ministerio del Interior a Huawei —empresa china vetada en el 5G europeo— para encargarse de la infraestructura de almacenamiento de escuchas judiciales en España.
La gestión del sistema SITEL, que incluye comunicaciones interceptadas por Policía, Guardia Civil y servicios de inteligencia, pasará a depender de servidores OceanStor 6800 fabricados por Huawei.
De hecho, Huawei lleva ya una década validada por el Centro Criptológico Nacional, en su momento para los servicios de 5G y después con un amplio espectro de contratos.
No obstante, lo que resulta inquietante es cómo los intereses privados de quienes ejercieron lo público pueden llegar a comprometer la seguridad nacional y la política exterior de nuestro país. La situación agravada de puesta en evidencia de España respecto de Estados Unidos es para echarse a temblar.
Nuestros servicios de inteligencia probablemente estén resignados a quedar fuera de la imprescindible coordinación e intercambio vital de información son sus homólogos norteamericanos.
Y es que esta adjudicación ha sido defendida por el Gobierno como una «decisión técnica», pero no puede entenderse sin el papel clave de la consultora Acento, fundada por José Blanco y Antonio Hernando (PSOE), presidida hoy por Alfonso Alonso (PP), y poblada de ex altos cargos de ambos partidos. Y algún familiar que otro.
Es una gran coalición de influencia institucional, transversal y opaca, que ha abierto a Huawei la puerta del sistema SITEL, sin que se escuche ni una alarma en el Congreso.
Pero, al menos, en los casos anteriores hablamos de empresas sometidas a reglas de publicidad y fiscalización. Mucho más turbio es el caso del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, que actúa como lobista prochino sin empresa registrada ni rendición de cuentas pública.
Lidera una organización con sede en Madrid, inscrita en el registro de asociaciones del Ministerio del Interior aunque con fines lucrativos, que puso en marcha con el dinero y los contactos de un empresario chino investigado por el CNI.
Se financia mediante donaciones opacas de particulares y empresas privadas, sin transparencia, sin inscripción en el registro de grupos de interés, y sin control presupuestario efectivo. Bajo el pretexto del «diálogo internacional», promueve foros, encuentros y acuerdos favorables a la expansión geoestratégica de China en Hispanoamérica y en España. Promueve intereses de Pekín bajo el ropaje del diálogo.
Experiencia previa no le falta, pues no es su primer ejercicio de lobby internacional. Su papel en la defensa del régimen venezolano ha sido sostenido durante años, y ahora el exjefe de Inteligencia chavista, Hugo «el Pollo» Carvajal, lo acusa directamente de haber recibido acciones en empresas venezolanas como pago encubierto por su respaldo político a Nicolás Maduro.
Según Carvajal, las participaciones se vehicularon a través de testaferros y generaron beneficios millonarios, sin transferencias directas de dinero. Una estructura paralela de diplomacia y financiación, vinculada a episodios como el caso Delcy, los vuelos secretos con maletas cargadas de oro y los escándalos de Aldama, Ábalos y Koldo.
La cuestión es que el fenómeno de las puertas giratorias sigue siendo sistémico en nuestro país. Numerosos ex políticos operan hoy desde firmas de influencia que sería ocioso enumerar aquí.
Pero lo importante es que el patrón no cambia porque nada cambia. Se absorbe lo público para promover lo privado. Y el ciudadano es el último en enterarse.
En este contexto, el Gobierno ha impulsado recientemente un proyecto de ley de grupos de interés, presentado como «antídoto contra la opacidad».
Básicamente, se centra en que los lobbies que quieran reunirse con cargos públicos se registren, informen de los temas que tratan y asuman un código de conducta. Y que ministros, secretarios de Estado y altos cargos hagan pública su agenda y tengan que esperar dos años antes de trabajar en sectores relacionados con su cargo anterior.
Un lánguido primer paso después de años en el cajón, pero claramente insuficiente. Porque estos planteamientos llevan mínimo diez años propuestos por los propios lobbies y la sociedad civil, referenciados a la práctica europea.
Y además no resuelven ninguno de los tres grandes problemas estructurales de fondo: la incompatibilidad, la transparencia y la fiscalización.
El tiempo de incompatibilidad es ridículo. dos años no impiden que un exministro regrese a la mesa de contratación disfrazado de consultor. No alcanza a expresidentes, eurodiputados ni mediadores informales, como el caso flagrante de Zapatero. No incluye fundaciones, ONGs o think tanks, que pueden actuar como lobbies encubiertos.
El registro no es obligatorio para todos los actores de influencia. Basta con no pedir reuniones directas con altos cargos para eludir la normativa. Y no hay fiscalización independiente ni auditoría externa.
Sumémosle a lo anterior la evanescencia ineficiente de la Oficina de Conflictos de Interés, señalada una y otra vez por el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa, y volvemos a la casilla de salida.
¿Qué habría que hacer? Yo me atrevo a proponer tres medidas básicas:
1. Incompatibilidad de 10 años para ex altos cargos antes de ejercer influencia directa o indirecta.
2. Registro obligatorio, vinculante y público para toda entidad que actúe como grupo de interés, incluyendo fundaciones y ONG (como ocurre en los registros de la Unión Europea).
3. Creación de una autoridad independiente que fiscalice las relaciones entre empresas, consultoras y Gobierno en sectores estratégicos (defensa, inteligencia, telecomunicaciones, energía).
No se trata de prohibir la actividad de lobby, ni mucho menos. Siempre me ha gustado cómo lo denominan en Latinoamérica, «cabildeo».
La representación de intereses no sólo es legítima, sino imprescindible para que los legisladores realicen adecuadamente su trabajo, disponiendo de toda la información relevante para tomar las decisiones adecuadas.
Se trata de someterlo a una ley moderna y coherente con los tiempos, en perfecto alineamiento democrático con los códigos éticos de autorregulación aplicables a quienes nos gobiernan.
Porque cuando el interés particular toma el control de las decisiones públicas, la democracia deja de ser gobierno del pueblo para convertirse en gobierno del cliente.