JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL
Lo peor que podría ocurrir es que la clase política transfiera a los ciudadanos sus responsabilidades y les impongan votar hasta que las urnas solucionen su incapacidad
El divorcio emocional entre la clase política y los ciudadanos se ha convertido en España en un tema social y político de grave importancia. Según un estudio de la Fundación BBVA, publicado el pasado martes, los ciudadanos suspenden la calidad de la democracia con una nota peor que la alemana (4,6 sobre 10) y similar a la italiana y la francesa. El dato es preocupante pero lo es más que hasta el 82% de los consultados considere que los políticos “se centran en su interés”, al tiempo de que persiste la sensación de una corrupción generalizada. El colectivo de los políticos se convierte en el que menor confianza suscita. Antes, el CIS detectó que un 38,1% de los consultados los situaban entre los tres primeros problemas del país.
¿Tiene la sociedad la clase dirigente que se merece? Una buena pregunta que suele contestarse con cierta rutina intelectual: sí porque los políticos son su reflejo. Sin embargo, es dudoso que ese perezoso diagnóstico sea certero. El filósofo canadiense Alain Deneault ha publicado un interesante ensayo titulado “Mediocracia” (editorial Turner) que define como “la palabra que designa un orden mediocre que se establece como modelo”. Según este autor, la mediocridad crea un clan para desempeñar el poder que no impugna ni “la incapacidad ni la incompetencia”. La obra es de denuncia, como otras suyas anteriores, pero esta última sobre la mediocridad coincide con un sentir apesadumbrado muy transversal en nuestro país en su actual coyuntura política.
No puede ni debe ocultarse la realidad de la decepción que causan los políticos, especialmente cuando defraudan las más elementales expectativas sociales. Ahí están reacciones populares airadas que reclaman que los diputados no cobren en los periodos de suspensión de las actividades parlamentarias; las que rechazan recibir propaganda e información de carácter electoral y las que se apuntan activamente a la abstención como una forma consciente de expresar su protesta y malestar.
Arturo Pérez Reverte traducía el significado de la mediocridad con unas reflexiones atinadas. Decía: “en la sociedad occidental, el héroe tiene mala prensa. Toda diferencia es perseguida. En España especialmente la inteligencia es pecado, no actuar en rebaño es un pecado. Del mundo tienen que tirar las elites, las masas no tiran del mundo, y esas elites las están exterminando en el colegio porque las están acomplejando y haciéndoles sentirse culpables. Esa inteligencia aplastada es molesta, incomoda en la política, en la cultura, en todo”.
La “mediocracia”, a tenor de una comprobación empírica, se ha instalado en las instancias de decisión. Pero la alternativa no es la que han escogido algunas sociedades apuntándose a regímenes iliberales, entregando la suerte del país a “hombres fuertes”, hiperlíderes que proponen democracias por aclamación, directas, que excitan la denominada “antipolítica”. Esas reacciones pendulares son puramente emotivas y sus resultados, devastadores. Un Donald Trump, o un Boris Johnson, o un Jair Bolsonaro, son respuestas erróneas a problemas ciertos. Y conducen a sus sociedades a escenarios distópicos.
En España no se registran presentimientos de iliberalismo, ni asoman hiperlíderes de ese calibre, porque los domésticos se mantienen en un registro menor. Pero estamos corriendo un enorme riesgo: que la mediocridad de nuestra clase política quiera redimirse de sus propias responsabilidades transfiriéndolas a supuestas disfunciones del modelo constitucional e institucional. Hay síntomas de que algunos estamentos políticos partidarios desearían resolver su propia impotencia gestora atribuyéndola, no a sus insuficiencias personales o profesionales, sino a supuestos defectos de fabricación del modelo constitucional. De tal manera que no se imponen la disciplina de aspirar a mejorar sino que persisten en la medianía y aspiran a ocultarla mediante la proclamación de la inadecuación de las leyes, las normas o los procedimientos.
Y por último, lo peor que podría ocurrir, y quizás esté sucediendo ya, es que la clase política (cuatro elecciones generales en cuatro años) transfiera a los ciudadanos, además de al sistema, sus propias responsabilidades y les imponga la despótica tarea de votar una y otra vez hasta que las urnas les ofrezcan las soluciones que ellos son incapaces de lograr con el ejercicio responsable de la gestión pública. Y eso ocurre, efectivamente, “cuando los mediocres toman el poder”, subtítulo de la obra de Deneault, una situación, según sus palabras, que “nos convierte en idiotas” porque nos hace ver “como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario, lo repugnante.”