En las dos sesiones de investidura hemos podido escuchar muchas voces, incluso la de aquellos que defienden a ETA. Meritxell Batet lo denomina libertad de expresión. Pero la voz de las víctimas se alza poderosa por encima de la mezquindad política.

Cincuenta años asesinando, secuestrando, extorsionando, aterrorizando, con tres mil quinientos atentados, ochocientos sesenta y cuatro muertos y más de siete mil víctimas. El último crimen fue en el no tan lejano dos mil diez. No hablamos de la guerra civil ni de la dictadura franquista, que tanto gusta rememorar a la pseudo izquierda entreguista. Hablamos de ETA y su legado de viudas, de huérfanos, de vidas segadas por la mano criminal de una banda terrorista, de esos chicos alocados que sacudían el árbol en expresiones de los nacionalistas vascos, esos mismos que miraban inexpresivamente aquella ordalía de sangre y crimen y que ahora nos dirigen reprimendas democráticas desde la sede de la soberanía de la nación. Hablamos también de quienes consideran a Otegui hombre de paz, de un PSOE que finge no ver como Bildu posibilita la investidura de su candidato, de la presidenta del congreso que les da pábulo para que vomiten su odio desde el mismo atril en el que escuchamos en su día a Ernest Lluch.

Hablamos de los muertos, aunque ellos tengan, por insólito que parezca, una voz que trasciende sus sepulcros. Hablamos de España, el país de la Unión Europea que más víctimas por terrorismo padeció entre el 2000 y el 2018. Balance trágico para una tierra ya de por sí abundantemente regada con la sangre de quienes fueron asesinados simplemente por no pensar como el asesino. Hablamos también del terrorismo yihadista que tampoco parece suscitar demasiada inquietud en quienes defienden lo indefendible.

Por ellos, por nosotros, por todos, jamás hay que renunciar, jamás hay que resignarse

Porque de eso hablamos en la hora presente, del crimen, vencido por las fuerzas de seguridad del Estado y el coraje de un pueblo, ahora blanqueado y triunfante por la cobardía incalificable de quienes han sido también su víctimas. Lo inmoral ha sentado sus reales en el Congreso por culpa de una sociedad estúpida que sigue otorgando la confianza en quienes le traicionan una y otra vez solo por asegurarse su posición de privilegio en unión con los odiadores profesionales, los que hacen de la sórdida venganza una ideología, los egoístas, los timoratos, los que están siempre dispuestos a relativizar con cosas que no admiten ambages ni dudas.

Hablamos de esos que, a fuer de ultra progres, comparan víctimas y verdugos y nos hablan de la libertad de poder decir en sede parlamentaria cosas intolerables en cualquier democracia que se tome en serio a sí misma. Hablamos de muertos, sí, pero también lo queremos hacer de vida, de esperanza, de verdad, porque cuando el criminal se cree impune es momento de hacer una afirmación de luz y de valentía democrática. E interpelamos a todos quienes se creen por encima de la ley, sea para matar o para romper las normas cuando no les gustan. ¿Qué verdad, qué horizonte, qué bondad habita en vuestras palabras? ¿Sois acaso un faro que pueda iluminarnos en nuestro camino como país, como sociedad, como individuos? ¿Albergáis acaso una chispa, un átomo de nobleza en vuestras palabras? ¿Podéis elevar nuestros espíritus hacia un horizonte mejor, más cargado de razón, de justicia, de belleza? ¿Qué nos ofrecéis, como no sea la oscuridad de la tumba o de la sociedad totalitaria?

Nada, no podéis ofrecer nada más que eso, tinieblas, dolor, amargura, puesto que otra cosa no sabéis ni queréis. Lo dicen vuestros actos y lo dicen también, desde una estrella que brilla más que nunca en el firmamento de la noche que se aproxima, las voces de aquellos que, aun estando muertos, poseen un mensaje de vida infinitamente más pleno   que toda vuestra criminal palabrería. Por ellos, por nosotros, por todos, jamás hay que renunciar, jamás hay que resignarse, jamás hay que traicionar la antorcha que nos ha sido legada.

Porque, por duro que parezca, la luz acabará venciendo siempre a las tinieblas.