José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Nos formulan una ‘interesante’ propuesta desde Vitoria y Barcelona: que nos suicidemos como Estado y nación plural. Porque una parte de vascos y catalanes no quieren ser españoles
Fue en la sesión del pleno del Congreso del 21 de julio de 1978. Francisco Letamendia, diputado vasco de Euskadiko Ezkerra, instalado en el Grupo Mixto, defendió una enmienda para introducir en el futuro texto constitucional —aprobado en referéndum hoy hace 40 años— el derecho de autodeterminación de los pueblos de España. Fracasó en el intento. ¿Saben quiénes se opusieron a reconocer tal derecho entre los 268 diputados que votaron en contra? Pues los del PNV. ¿Saben quiénes se abstuvieron? Pues nueve de los 11 diputados de la entonces Minoría Catalana. ¿Saben quiénes defendieron que la enmienda no debía admitirse? Pues los catalanes Jordi Solé Tura y Ramón Trías Fargas, entre otros.
Por aquel entonces, el nacionalismo vasco (que ejecutó luego una de estratagemas más oportunistas de cuantas se produjeron en el itinerario constitucional) no parecía estar interesado en lo que votó la semana pasada en el Parlamento de Vitoria: el derecho a decidir. Y los nacionalistas catalanes estaban a distancia sideral de los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017. Cuarenta años después del referéndum del 6 de diciembre de 1978, lo que fue histórico ha dejado de ser válido en Euskadi y Cataluña.
Pero lo cierto es que la Constitución de entonces y de ahora estuvo presidida por un afán de cohesión territorial de España desde una perspectiva históricamente distinta: reconocer, en su artículo segundo, el derecho de las nacionalidades y regiones al autogobierno. Nunca en la historia de España se había realizado esta formulación a tan alto nivel jurídico y con tanta contundencia política.
Antes de que se aprobara la Constitución, en 1977, el Gobierno de UCD reinstauró la Generalitat de Cataluña reintegrando a Josep Tarradellas a su presidencia y constituyó en Euskadi el Consejo General Vasco, un órgano preautonómico que presidieron, primero, el inolvidable socialista Ramón Rubial y, luego, Carlos Garaikoetxea, más tarde primer lendakari estatutario.
Antes también de la aprobación de la Constitución se dictó una amplísima y definitiva Ley de Amnistía que vació las cárceles españolas de presos políticos y de los reclusos de la banda terrorista ETA. Se atendía así, primordialmente, al compromiso de conciliación que resonaba con fuerza especialmente en Cataluña: “Libertad, amnistía y Estatut de Autonomía”.
En Euskadi se disfruta de un régimen de autogobierno constitucional para el que el PNV tuvo la desvergüenza de pedir la abstención
La Constitución, en atención a la historia y a las aspiraciones de los nacionalismos vasco y catalán, construyó el concepto de ‘nacionalidades‘ sin mencionarlas pero señalando implícitamente qué territorios lo eran, al establecer en su disposición transitoria segunda que aquellos que hubiesen dispuesto antes de Estatuto de Autonomía (Cataluña, País Vasco y Galicia durante la II República) y, además, contasen con regímenes provisionales de autonomía, accedían rápidamente al autogobierno y con el mayor paquete competencial.
Y así sucedió. Pero hubo más: la disposición adicional primera de la CE recogió los derechos históricos de los territorios forales, habilitando que estos se reformulasen en el Estatuto vasco y en la Ley de Amejoramiento del Fuero Navarro, implantándose la bilateralidad política con el Estado y, sobre todo, generalizando para Vizcaya y Guipúzcoa el concierto económico suprimido por Franco en 1937 como castigo a esas dos provincias ‘traidoras’. Además, y para satisfacer a los peneuvistas, otra disposición transitoria (4ª. 1) establecía un mecanismo refrendario para la incorporación de la comunidad foral navarra a Euskadi.
Tras la Constitución vinieron los estatutos, auténticas constituciones particulares con rango de ley orgánica, por las que el País Vasco desarrolló la Ley de Concierto, normativizó la policía autónoma (Ertzaintza) con carácter de integral, replegándose las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado —incluso en plena ofensiva terrorista—, asumiendo todas las transferencias que materializaron el autogobierno: sanidad, educación, cultura, infraestructuras, medios públicos de comunicación, presencia exterior, política lingüística… Y lo mismo en Cataluña. Jordi Pujol no pujó entonces por un pacto fiscal —calculó que no le convenía al Principado—, pero protagonizó una maratón de transmisión de competencias.
La identidad lingüística catalana quedó amparada por la inmersión idiomática en la escuela pública, lo mismo que el euskera en el circuito de las ‘ikastolas’ y en los distintos modelos de enseñanza pública y concertada. También en los años ochenta el Parlamento catalán reguló en una ley —igualmente con carácter integral— la policía autónoma: los Mossos de d’Esquadra, cuyo contingente ahora es de más de 17.000 efectivos.
En Cataluña, se votó con más entusiasmo que en ningún territorio una Constitución luego traicionada
Se podría seguir glosando hasta qué punto el autogobierno de las nacionalidades —Euskadi, Cataluña, Galicia— fue un eje, un vector, un pilar de la Constitución tratando de superar ese ‘demonio familiar’ de nuestro país que ha sido la tensión territorial centrífuga. Se hicieron de buena fe los mejores esfuerzos. España —como idea nacional— se retranqueó. Pues bien: 40 años después, la deslealtad a ese t
exto constitucional procede intensamente de Cataluña y de su nacionalismo mutado en separatismo y del País Vasco. En Euskadi se disfruta de un régimen de autogobierno constitucional para el que el PNV tuvo la desvergüenza de pedir la abstención en el referéndum. En Cataluña, se votó con más entusiasmo que en ningún otro territorio una Constitución luego traicionada.
Vascos, catalanes y demás españoles que no militamos en el nacionalismo de esas comunidades ¿qué más podemos hacer? Nos formulan una ‘interesante’ propuesta desde Vitoria y Barcelona: que nos suicidemos como Estado y como nación plural. Simplemente porque una parte de los vascos y una parte de los catalanes no quieren que en su DNI conste su nacionalidad española, que sí quisieron aquel 21 de julio de 1978.