FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Ciertamente, Argentina, siendo un país pródigo en recursos, se ha entregado de hoz y coz a un peronismo que ha obrado un sistema clientelar y corrupto que no sólo la ha depauperado lastimosamente, sino que la ha hecho tan solipsista como para no percatarse de la naturaleza y de la gravedad de sus males. Empero, la atinada ponderación de Borges sobre la incorregibilidad peronista cabe extenderla a buena parte de los argentinos, aunque no se adscriban a este movimiento, si bien se comportan como tales.
Siendo peronistas sin saberlo, le dan la razón al general Perón, a tenor de la contestación que le dio a un periodista extranjero que le inquirió sobre las querencias políticas de sus compatriotas. Tras pormenorizarle la existencia de radicales, socialistas, comunistas, fascistas…, su entrevistador le objetó: «Pero, general, ¿dónde se deja usted a los peronistas?», a lo que el caudillo refutó: «Ah, no, peronistas somos todos».
Así lo parece atendiendo a la historia del país desde los años 40 cuando Perón prohijó una causa populista en la que Podemos tiene una fuente de inspiración por medio del filósofo postmarxista bonaerense Ernesto Laclau, autor de La razón populista, y a la amplia victoria cosechada por su candidato, Alberto Fernández, en las elecciones primarias de hace una semana, lo que aventura el retorno peronista a la Casa Rosada tras los comicios decisorios de octubre.
De refrendarse las expectativas, el liberal Mauricio Macri supondría un nuevo paréntesis en el cuasi monopolio del poder por parte del movimiento auspiciado por quien entendía que «nosotros proclamamos los derechos sociales» y «las cuestiones actuariales que las arreglen los que vengan dentro de 50 años». En justa correspondencia, la primera dama, Evita Perón, enardecía a las masas al grito de «¡ustedes tienen el deber de pedir!», mientras cavaba la ruina argentina y ponía su fortuna al buen recaudo suizo, sin merma de la confianza de un pueblo enfebrecido con sus mentiras alzadas en verdad oficial. Ya el retórico Gorgias confió a Sócrates su experiencia de que cada vez que arribaba a una ciudad con su hermano para que les confiasen su salud, siempre escogían a él, un sofista, y no a su consanguíneo, médico. Acumuló una fortuna tal como para autoerigirse una estatua de oro. Invariablemente, curanderos y milagreros siempre prosperan en épocas de turbación.
Ante este estado de cosas, el ingeniero Macri tendría, eso sí, el honor de ser el primer gobernante no peronista que culmina su mandato desde 1928 tras heredar una situación límite con un Estado plagado de clientelismo, despilfarro y corrupción, como si fuera la forma de ser de los argentinos. Aparecían entonces las calles bonaerenses cubiertas de graffitis con Cristina Kirchner interpelando a los viandantes con el dedo índice junto a la leyenda La culpa es tuya… vos me votaste. Incluso para el peronismo más recalcitrante entrañaba una gran incomodidad adherirse a la diarquía multimillonaria del matrimonio Kirchner hablando del hambre para abanderar a los desheredados que ellos producían con su nefanda política y sus mangancias al por mayor. Por más que los argentinos tengan asumido que nadie se hizo rico allí con su trabajo desde la eclosión del peronismo, incluso el abuso tiene un límite.
Olvidando su historia y condenados impenitentemente a repetirla como Sísifo a arrastrar la roca pendiente arriba, la artífice de aquel «país sensacional» –«sensación de inseguridad, sensación de crisis, sensación de recesión, sensación de incertidumbre»–, al tiempo que es juzgada por sus latrocinios, retorna a la vida pública al cabo de cuatro años de dejar la Casa Rosada por la puerta trasera. Lo hace como vicepresidenta en la candidatura que ha derrotado sin paliativos a un perplejo Macri, quien además puede verse tragado por la ola gigantesca que ha desatado el tsunami electoral.
Paradójicamente, a la hora del adiós, intenta atajar contrarreloj con medidas de corte claramente peronista que desmienten su trayectoria liberal, lo que refrendaría la generalizada impresión de que todos los partidos argentinos son, en esencia, peronistas. En el combate que libra en pos de su pervivencia política, Macri enciende la chimenea del gasto electoral haciendo fuego con los pesos de los Presupuestos del Estado. En su agonía, ha claudicado a la tentación populista vendiendo su alma al diablo y ya se sabe cómo se cobra éste sus deudas de juego.
Es tal la omnipresencia del peronismo que, durante la Guerra de las Islas Malvinas, hubo argentinos que, al modo de los afrancesados de la España napoleónica, ironizaron con que había sido una buena idea desafiar al Reino Unido para ver si, en represalia, los invadía y erradicaba la corrupción institucional de un país acostumbrado a robarse a sí mismo. Pero, claro, ya ni siquiera la Inglaterra del Brexit liderada por el populismo ramplón de Boris Johnson, buen biógrafo de Churchill pero pésimo heredero de sus enseñanzas, tiene nada que ver con aquella otra de Margaret Thatcher que sí fue, por contra, epígono del estadista británico por excelencia.
En este sentido, se diría que, al cabo de 40 años de aquel conflicto destinado a enmascarar los problemas de la Dictadura, ambos países confluyen en parejos populismos que eluden las consecuencias de sus acciones echándolas a rodar por tejados ajenos. [Por ello, fue gratificante escuchar un discurso de investidura tan en las antípodas de la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, pregonando la bajada de impuestos y el impulso a la libertad económica. Bases de la autonomía del espectacular desarrollo frente al declive de la Cataluña fuertemente intervenida por el nacionalismo o de otras regiones en manos de la asfixia fiscal de la izquierda estatalista. No obstante lo cual, a nadie se le escapa de lo hercúleo de la tarea de la novel Ayuso timoneando una coalición frágil y remando a contracorriente de un eventual Gobierno de la nación de izquierdas supeditado a podemitas e independentistas.]
No cabe duda de que Argentina es una catástrofe de la mala política. Pero el peronismo no se circunscribe allende los mares, sino que se manifiesta aquende al registrarse igualmente lo que el gran intelectual mexicano Gabriel Zaid denomina «verdad por afiliación» y que, traducido en parámetros ideológicos, supone «tengo razón por declararme de izquierdas, en vez de serlo por tener razón». Ello origina masas ideologizadas comprensivas e indulgentes con los corruptos hasta extremos groseros como en los 40 años de régimen socialista en Andalucía o con la cleptocracia organizada tantos años por el virrey Jordi Pujol en Cataluña y del que EL MUNDO hacía nuevas revelaciones esta misma semana sobre la parte de su patrimonio proveniente de sus agios oculto en Suiza.
Tras el amago socialista de meterlo en la cárcel por el agujero de Banca Catalana, éste empezó a dar lecciones de ética, como presumió asomado al balcón de la Generalitat, a base de prolongar la corrupción desde el Gobierno autonómico con un éxito inusitado. No ya entre su propia parroquia inclinada a tolerar al ladrón si es de los suyos, sino desde la izquierda cómplice, como bien tradujo el escritor comunista Vázquez Montalbán –«Nadie, absolutamente nadie en Cataluña, sea del credo que sea, puede llegar a la más leve sombra de sospecha de que sea un ladrón»–, así como todos aquellos que necesitaban su voto para gobernar España con quien tuvo engañados a tantos como para proclamarle español del año.
Muy recientemente, Felipe González seguía creyendo en su inocencia, pese a que las pruebas en contra formaban un alud tal como para recluirle entre rejas tanto al capo como a su familia. No sólo rezaba unida el credo nacionalista, sino que constituía una organización sacrosanta de delincuentes. Eso sí, dotada de patente de corso y con capacidad indubitada para esquilmar a los catalanes y al conjunto de los españoles acusando a estos últimos de robar a Cataluña. Un pájaro de cuentas este Pujol que recuerda el poema de Martín Fierro: «De los males que sufrimos / hablan mucho los puebleros, / pero hacen como los teros / para esconder sus niditos: / en un lao pegan los gritos / y en otro tienen los güevos».
Pocos autorretratos tan cabales como el que ese gran embaucador que ha resultado ser el nada honorable Pujol hizo de sí en la octavilla en la que, bajo el título Os presentamos al general Franco, apeló a boicotear una visita del dictador y en el que labró su mito de redentor de Cataluña.«El general Franco, el hombre que pronto vendrá a Barcelona, ha elegido –se leía– como instrumento de gobierno la corrupción. […] Sabe que un país podrido es fácil de dominar. […] Por eso, el régimen ha fomentado la inmoralidad de la vida pública y económica».
Al cabo de 50 años, en los que Cataluña ha discurrido del franquismo al nacionalismo sin vivir plena libertad, es difícil no ver reproducido prístinamente a este gran Tartufo. Alardeando de virtud, se ha descubierto un gran impostor. Ha hecho del patriotismo su patrimonio, jugando con una crédula sociedad que ya elevó a la categoría de héroe antinazi a un farsante llamado Enric Marco.
Toda Cataluña tenía motivos sobrados para saber de los negocios de la parentela de los Pujol, pero se hacía la nueva. Quiso creer más lo que oía de boca del patriarca de la tribu que a lo que veía con sus ojos. Primero fueron los enjuagues del abuelo cambista ejerciendo estraperlo bajo el amparo que siempre prestó a la burguesía catalana el franquismo, luego el enriquecimiento ilícito del hijo con el voto de oro de los Presupuestos del Estado y el rédito del 3% de las obras de la Generalidad y, postreramente, los ahorros de los nietos, secundando esos tráficos ilegales por ser quienes eran. Tras irse de rositas del saqueo de Banca Catalana y garantizarse una impunidad que ha pervivido hasta su jubilación, Pujol creyó que todo el monte era orégano hasta que, con sus propias manos, llamó a sus daños.
Si Josep Pla expresó gráficamente que «el catalanismo no debería prescindir de España porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos», ahora que no fabrica tantos calzoncillos y sí muchas banderas, faltan metros de tela de estelada para ocultar tanto latrocinio. El nacionalismo combatía el supuesto expolio de Cataluña por parte de esa España que le robaba expoliando a España entera y a su amada Cataluña. Lo mismo que el antaño líder de la Liga Norte, Umberto Bossi, se enriqueció agitando su xenofobia contra la Roma ladrona y el Sur parasitario. No es casualidad que los detalles de su sistémico saqueo figurasen en una carpeta bajo el epígrafe The Family. Ambos encarnan aquello de Samuel Johnson de que el patriotismo es el último refugio de los canallas y en cómo los deseos aumentan con las posesiones.
Sin embargo, no hay voluntad de dar fin a la mascarada. Mucho menos cuando el ser humano no aguanta mucha realidad y escoge autoengañarse en una Cataluña expoliada por sus gobernantes. Al tiempo que se quedaban con la bolsa, daban más voces que nadie gritando «¡que viene el ladrón!». Amaban a su ladrón como sólo los argentinos supieron hacer con Perón. Al ser derribado en 1955 por la llamada revolución libertadora que restauró la democracia y que difundió información acerca de las malversaciones y las prácticas sexuales del dictador, al que acusaban de proxenetismo y corrupción de menores, sus partidarios salían en su defensa coreando: «Puto y ladrón, queremos a Perón». Allí persiste perenne su legado como aquí sigue indemne un cleptócrata que, más que un patriota catalán, ha resultado serlo de la Unión de Bancos Suizos. Es lo que sucede, en efecto, cuando los pueblos reverencian hasta la idolatría a sus ladrones.