MANUEL CRUZ-EL PAÍS

  • El progresivo vaciado del debate público precisa unos adversarios de máximos para que los partidos no pierdan a ojos de la ciudadanía su razón de ser, lo que convierte a las guerras culturales en una confrontación de apariencia trascendental

En tiempos de bancarrota de la idea de futuro, se diría que la única manera de la que dispone la izquierda para convertir en atractivo lo que tenemos por delante es proponer como objetivo primordial el de conseguir escapar del pasado, convertido en un ámbito todo él desechable por completo. No estamos exagerando. Pensemos, por ejemplo, en los términos en los que hoy se plantea el debate político, en el que el menor regreso a lo que dejamos atrás en cualquier aspecto es presentado como algo que debería infundirnos genuino temor (excepto cuando se trata de derogar lo llevado a cabo por el adversario, claro está). Sin que quepa el atenuante de que el pasado que supone que infunde temor es un pasado oscuro y remoto, como podría ser entre nosotros el del franquismo, sino que incluso el retorno a un pasado más próximo (pongamos por caso, anterior a la promulgación de las más recientes leyes) es presentado casi como un verdadero horror, como un regreso a la caverna más tenebrosa.

No acostumbra a haber en este planteamiento resquicio alguno para que, en nombre de la complejidad de lo real o de un argumentado escepticismo respecto a la idea de progreso (que pusiera en duda que este es imparable y no nos hemos equivocado nunca), se pueda cuestionar tan desmesurada enmienda a la totalidad del pasado. Es más, sobre aquel al que se le ocurriera plantear la posibilidad de que en lo que hubo se dieran elementos dignos de ser conservados caería, con toda seguridad, el anatema de neorrancio. Incluso para el caso de que semejante defensa de alguna parte del pasado se hiciera en nombre de posiciones inequívocamente de izquierdas existe la etiqueta descalificadora correspondiente: rojipardo. Desde luego, tal vez no haya en estos días demasiadas ideas donde elegir, pero lo que está claro es que etiquetas sí las hay y para todos los gustos.

En cierto modo, cabría formular esta situación en términos de paradoja: unas propuestas políticas de mínimos, como las que presentan el grueso de nuestras formaciones políticas, con sus perfiles programáticos cada vez más borrosos, precisan unos adversarios de máximos. O, tal vez mejor, unos enemigos en toda regla para que aquellas no pierdan a ojos de la ciudadanía su razón de ser. El inmediatismo en el que parecen vivir instalados buena parte de nuestros representantes públicos —y que no es en el fondo otra cosa que la exasperación del tacticismo— se sigue, inexorablemente, de haberse quedado sin objetivos políticos específicos. Porque no se pueden considerar fines en sentido propio los que con tanta frecuencia se nos presentan como tales, pero que en realidad no son otra cosa que medios, respecto de los cuales no cabe debate político alguno (¿qué debate podría haber en nuestros días acerca de la necesidad de la digitalización, como hace un siglo la había acerca de la necesaria electrificación o, antes aún, sobre el higienismo?). Se trata en realidad de cuestiones prepolíticas, convertidas por algunos hoy, de manera tan artificiosa como ficticia, en objeto de discusión pública.

Pero para que este planteamiento parezca funcionar se precisa una doble operación. En primer lugar, como dijimos, la de asociar estos objetivos prepolíticos con otros, relacionados con nuevos derechos, y, en segundo, la de dar por descontado que hay adversarios políticos que rechazan ambos objetivos a la vez. Quienes supuestamente protagonizan el doble rechazo quedan convertidos, en un truco de prestidigitación argumental digna de mejor causa, en reaccionarios absolutos, terraplanistas políticos que acreditan su rechazo al progreso de la sociedad oponiéndose, en una misma secuencia sin matices, a las vacunas, a la lucha contra el cambio climático, a los derechos de la comunidad LGTBI, a las feministas que reclaman la igualdad real entre hombres y mujeres, etc. Si se prefiere formular esto mismo con otros términos: ellos son los malos de una sola pieza que hoy parecen resultar imprescindibles para mantener las apariencias.

Las apariencias, ¿de qué, por cierto? De que el espacio público continúa funcionando de acuerdo con lo que en principio se supone que tenemos derecho a esperar de él, y de que sigue siendo el ámbito en el que debatir acerca de propuestas diferenciadas respecto a aquellos asuntos que a todos conciernen. Cuando lo cierto es que las cosas son cada vez menos así. Entre otras razones porque el campo de juego se ha estrechado extraordinariamente. Por lo pronto, porque se ha abandonado, por lo visto sin vuelta atrás, el concepto de modelo de sociedad, lo que de manera inevitable tiende a homogeneizar las distintas alternativas políticas. En semejante contexto, la apariencia del debate público solo puede mantenerse sobre otra base, que ya no es tanto la de someter a discusión las propuestas de unos y por otros, como la de mantener una concepción tan agónica como vacía de la política.

De ahí la necesidad de convertir el principal escenario de la discrepancia, el de las guerras culturales, en una confrontación de apariencia trascendental, cuando buena parte de lo que en ellas se dirime (la igualdad entre sexos, por ejemplo) podría ser aceptado en un plazo no muy largo por todos los contendientes. Es, pues, este vaciado de la política el que explica que se sobrecarguen de manera artificiosa determinadas cuestiones y que asuntos, ciertamente llamativos, que afectan a sectores muy minoritarios pasen por delante de otros, menos vistosos por más que afectan a amplias capas de la población: no creo ni que haga falta poner ejemplos, de tan a la orden del día como están. Como también es este mismo vaciado el que explica la necesidad de amenazar al adversario con los reproches de la máxima gravedad, como sería el de estar cuestionando el orden democrático por entero. De esta manera, en efecto, se le podría atribuir a dicho adversario la deseada, por útil, condición de malo de una pieza.

Resulta más que dudoso que tales actitudes contribuyan a fortalecer la democracia. Si se me apura, al contrario, en la medida en que con ellas se introduce en el debate público una severa confusión. Por supuesto que resulta no solo legítimo sino necesario combatir políticamente a aquellas formaciones que intentan retroceder en derechos que ha costado mucho adquirir: a esto vienen, en efecto, obligados todos los que consideran tales derechos como una conquista beneficiosa para el conjunto de la sociedad. Pero ello no implica que quienes disienten de este punto de vista deban verse cuestionados en su condición de demócratas. Habría que afinar mucho más a la hora de fijar acerca de qué tipo de actitudes o propuestas políticas se puede sostener que, en sí mismas, van en contra de principios fundamentales de la democracia, y qué otras se limitan a rechazar determinadas propuestas de mejorarla.

Confundir ambos planos equivale a deslizarse abiertamente hacia un tremendismo político inane. Porque si plantear cualquier discrepancia particular, pongamos por caso, sobre medidas en favor de la igualdad de género o de la regulación de flujos migratorios equivale a alinearse con quienes querrían ver destruido el sistema democrático mismo, deberíamos terminar concluyendo que buena parte de países de nuestro entorno, tenidos desde siempre por inequívocamente democráticos, no lo son en realidad o no lo son apenas. Una conclusión que revela, en su inconsistencia, el escaso fundamento de la premisa en la que se basa.