Kepa Aulestia, EL CORREO, 27/10/12
El problema más acuciante para los socialistas es que nada de lo que hagan o digan despierta interés
López y Rubalcaba tardaron unas horas en salir al paso de las especulaciones sobre cambios inmediatos en el socialismo vasco y en el PSOE como consecuencia de los resultados de las autonómicas del pasado domingo. El primero se presentará a la reelección en el congreso del PSE-EE y el segundo está decidido a continuar al frente del socialismo español cuando menos hasta 2015. El hecho de que no haya habido voces socialistas exigiendo en público una catarsis ya no se debe ni única ni principalmente a la prudencia compartida ante los comicios catalanes del próximo 25 de noviembre. Responde a la inexistencia de una alternativa capaz de echarse sobre sus hombros la pesada y más que incierta tarea de sacar al PSOE del atolladero.
Quizá no sea demasiado útil para los socialistas adentrarse en el proceloso laberinto de las causas de la debacle. Ello conduce inexorablemente al señalamiento de culpas y culpables, añadiendo resquemores imposibles de administrar en situación de debilidad. Pero además les obligaría a realizar una revisión interminable de su pasado. Es común situar el origen del marasmo en mayo de 2010, cuando Rodríguez Zapatero dio la vuelta al calcetín de su optimismo antropológico para evitar el rescate de España aplicando con urgencia las recomendaciones de la ‘troika’. Pero ocurre que hoy los socialistas no saben si su anterior secretario general debió mantenerse en el voluntarismo sin ceder ante Bruselas, o si con anterioridad tenía que haber evitado el alegre reparto de derechos sociales al que procedió durante su mandato como si fueran los beneficios de una sociedad mercantil. Incluso hay quien sitúa la causa de la actual zozobra en la incapacidad de Felipe González para retirarse de una manera menos estrepitosa que con la derrota de 1996. Sondeo de profundidad que llevaría a los socialistas a preguntarse si las cosas estaban maduras como para llegar al Gobierno en octubre de 1982, por poner un ejemplo absurdo.
En algún momento el partido socialista alcanzó ese punto de cocción tan habitual en política por el que, se haga lo que se haga, toca perder. Ni siquiera viajando en el tiempo podrían los socialistas eludir sus últimas derrotas. Ni optando por ‘esa otra vía’ que nadie osa describir con precisión, ni manteniéndose inmóviles hasta que pasase el temporal, ni buscando el justo medio que en la refriega partidaria se vuelve un empeño inútil. Aunque quizá haya una clave para interpretar la causa de los males que afectan al socialismo español: no le convienen los excesos.
Las cosas siempre se pueden hacer de otra manera, y una vez sacudidos los complejos con el cambio de 1982 el socialismo pudo evitar las manifestaciones excesivas de poder, excesivamente partidarias o excesivamente ideológicas. Hubo exceso en el ‘felipismo’ y hubo exceso en el ‘zapaterismo’. Por eso tras ellos el abismo parece más aterrador. La mesura puede ir reñida con la notoriedad y la brillantez que parecen exigir los éxitos, pero los excesos conducen al socialismo a estruendosos fracasos, a vacíos agotadores. Aunque los cuadros militantes más entusiastas, esos que siempre se muestran críticos pero siempre saben colocarse en el lado que calienta el sol del aparato, prefieran suponer que en tal y en cual momento el partido y sus líderes se quedaron cortos.
El tardío posmodernismo de la etapa de Felipe González, reseñada en aquella frase de Deng Xiaoping –gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones– fue un exceso por proclamar públicamente un descubrimiento parejo a aquél, el de la socialdemocracia, con el que dio carpetazo al marxismo. Un exceso, además, al que se acogieron los corruptos. Más recientemente la ideologización gubernamental de Zapatero quedaría barrida por su repentina conversión al dictado de los primeros ajustes. Esa vez un exceso corregido con otro.
En un plano más doméstico, fue excesiva la asunción del Gobierno por parte del PSE-EE olvidándose primero de que no había ganado las elecciones de 2009 y pasando después por alto que López había sido designado lehendakari con los votos del PP. No hay nada más elocuente a la hora de describir este último caso que el contraste entre el esfuerzo –relativo– desarrollado desde el Gobierno para ampliar las bases de partida del socialismo vasco y el retraimiento aparatero experimentado por éste en las candidaturas a las elecciones del pasado 21 de octubre.
El 25 de noviembre el socialismo va a recibir otra mala noticia desde Cataluña; un revés que no podrá sortear mediante la tardía apuesta por el federalismo, carente hoy del más mínimo significado político. A partir de esa fecha la travesía del desierto –iniciada entre las autonómicas y municipales de mayo de 2011 y las generales de noviembre de aquel mismo año– va a discurrir por un terreno aun más árido y extenuante. La introspección aparatera del partido se convierte en la única manera de soportar los rigores de la marcha; como si su biología le permitiera ahorrar al máximo el agua y el oxígeno reduciendo el tamaño de su cuerpo. Rubalcaba se muestra dispuesto a escuchar a sus compañeros de partido, «no faltaría más», entre otras razones porque sabe que del ágora socialista no saldrá ni media idea que adelante la salida del desierto.
Lo mismo ocurre cuando López anuncia un cónclave de renovación. Es que posiblemente –y esto no es ninguna boutade– él representa lo más nuevo del PSE-EE. Pero el problema más acuciante para los socialistas es que nada de lo que hagan o digan despierta interés; ni siquiera alimenta el morbo. Qué importa si un tal Prieto puede o no seguir ejerciendo un férreo control sobre la ínfima organización socialista de Álava, o que Chacón se entrene a escondidas para postularse como secretaria general cuando su carta astral lo aconseje. Tampoco está escrito en ninguna parte que el PSOE vaya a durar muchos años.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 27/10/12