EL CORREO 27/01/14
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU
El lehendakari Urkullu, en lo que sin duda constituirá uno de sus mayores errores en esta legislatura, y el de más largo alcance por sus efectos simbólicos –tan decisivos en nuestra política–, ha decidido que el nuevo tiempo histórico que vivimos desde el fin del terrorismo no debe afectar a una ‘marca de la casa’ tan arraigada en el nacionalismo como es la de no retransmitir por la televisión pública vasca el discurso de Navidad del rey de España, ni aun tratándose del primer discurso de Felipe VI. Y eso que, con la que está cayendo en Cataluña, ni siquiera allí la televisión de la Generalitat ha dejado de retransmitirlo.
Se trataba simplemente de ser respetuoso cuando toca y así cargarse de legitimidad cuando haya que demandar respeto para lo propio. Más aún siendo el lehendakari actual tan especialmente propenso desde el principio de su mandato a utilizar el término ‘respeto’ en sus declaraciones, así como a aplicarlo en su práctica política –forzado, eso sí, por su minoría parlamentaria– e incluso a exigirlo de los demás hacia su figura, a veces hasta de forma airada.
Por más que definamos las tres grandes propuestas de este primer discurso de Navidad del nuevo Rey, esto es, la regeneración frente a la corrupción, el mantenimiento del Estado del Bienestar frente al paro y la crisis económica y, por último, la invocación a la unidad desde la pluralidad frente al desafío catalán, ninguna de ellas nos da la clave de este acto solemne de nuestra monarquía parlamentaria. Porque lo que distingue a esta alta magistratura no es el contenido de sus discursos, la mayoría previsibles y, de hecho, mediados por la supervisión del Gobierno de turno, sino el simbolismo que hay detrás: esa sutileza de gestos y detalles, destilada de nuestra historia profunda y compartida por quienes aceptamos esa forma de Estado como el mejor vínculo para nuestra convivencia.
Y lo sentimos mucho por nuestro Gobierno vasco, que nos representa a todos, pero solo la ignorancia o la mala fe pueden explicar la descortesía de no emitir este discurso. Admitimos que el nacionalismo vasco contribuyó decisivamente a la vigencia de nuestros derechos históricos en la Constitución de 1978. Pero los derechos históricos no pertenecen al nacionalismo ya que se basan en la foralidad y esta, según nos explica el maestro Adrián Celaya, no se entiende sin la figura del Rey. Este año, en las Juntas Generales de Bizkaia, gracias a la abstención del PNV, se evitó que Felipe VI fuera despojado del título de señor de Bizkaia. De haberse consumado ese despropósito, hubieran tenido que descolgar del salón de plenos de la Casa de Juntas de Gernika los cuadros de nada menos que 26 señores de Bizkaia.
Admitimos también que el nacionalismo vasco ha puesto en valor el euskera y la cultura vasca, pero del mismo modo hay que afirmar dos cosas. Una, que el primer impulso para la euskaldunización no fue nacionalista, sino fuerista y vasco-iberista, tras la abolición foral de 1876. Y dos, que toda la presencia actual del euskera en la educación, protegida por la Constitución de 1978 y el Estatuto de Autonomía, procede de la promoción del euskera batua, impulsada desde Arantzazu en 1968, en plena dictadura. Y aunque muchos compartan la convicción de que Franco persiguió sañudamente al euskera, este nunca antes había sido lengua oficial en Euskal Herria y tan solo alcanzó ese estatus en plena Guerra Civil, y solo durante los nueve meses del Gobierno del lehendakari Aguirre reducido a Bizkaia. Claro que, para conseguir eso, el nacionalismo vasco necesitó aliarse con el Gobierno del marxista-leninista Largo Caballero.
Por tanto, si de respetar identidades se trata, la monarquía es el mayor símbolo de la identidad española, hasta el punto de que cabe afirmar que si España existe como tal es gracias a su monarquía. Cualquier intento de subvertir ese modelo ha conducido a la implosión de nuestra convivencia, como demuestra la historia. La monarquía, personificada hoy en Felipe VI, aúna todas las legitimidades dinásticas en disputa, incluidas las que tienen que ver con los territorios vascos y Navarra. Así como el título de señor de Bizkaia coincide desde 1379 con el de rey de Castilla, en Navarra la prosapia dinástica de nuestro actual Rey no solo remonta a Fernando el Católico, sino que a través de Felipe V enlaza, por el abuelo de este, con la rama borbónica francesa, la del ‘Rey Sol’ Luis XIV, quien nos lleva a su vez hasta Enrique IV, heredero de la corona que ciñeron Catalina de Foix y Juan de Albret, últimos reyes de Navarra antes de la invasión de 1512. O sea que el actual rey Felipe VI desciende directamente tanto del rey que conquistó Navarra como de los que perdieron entonces ese cetro.
Y si hablamos del carlismo, identificado todavía por algunos como antecedente del nacionalismo vasco, también Felipe VI, como antes su padre, representa el fin del conflicto dinástico que desangró el País Vasco y Navarra durante todo el siglo XIX. Y eso se lo debemos, nos guste o no, al dictador Franco, quien tras la Guerra Civil, conseguida la victoria con la ayuda imprescindible del Requeté carlista, optó por Juan Carlos como continuador de la monarquía interrumpida, relegando al pretendiente Javier y a sus herederos.
Cuando toca respetar, este lehendakari nos debe una explicación a quienes nos sentimos vascos sin dejar, por eso, de ser españoles. Que el nuevo rey Felipe VI, que nos ha deseado ‘Eguberri on’ al final de su primer discurso de Navidad, se haya tenido que quedar sin que nadie, viéndole por nuestra ETB, le pudiera responder ‘Baita zuri ere’, a muchos nos ha entristecido. Porque lo que a nuestros jeltzales quizás les parezca el no va más del patriotismo vasco, hay quienes lo hemos vivido como una completa falta de consonancia con el espíritu navideño.