Antonio Rivera-El Correo
- La irracionalidad, el mesianismo de los líderes, el fanatismo de los seguidores y la desvalorización de la verdad identifican la manera actual de hacer política
Había un chiste de la Guerra Fría donde las dos potencias deciden resolver su carrera armamentística con otra pedestre. El caso es que, tras quedar segundos en la prueba, la prensa de ese país tituló así: Nuestro compatriota, subcampeón; el otro, penúltimo. Aquel tiempo tenía su humor: el de la República Democrática Alemana fue el modelo porque recogía la esencia del cinismo superviviente, consistente en hacer como que te crees una mentira cuando todo el mundo sabe que no es así.
El cinismo de nuestro tiempo es impositivo: te crees algo que todo el mundo sabe que es incierto -empezando por ti-, pero lo haces para afirmar tu poder. El problema es que en el viaje se embarca gente que no distingue los dos planos de realidad que maneja el cínico. El pasado domingo hubo ganadores y perdedores en las elecciones catalanas. Si se circunscribe la pelea a los dos contendientes principales, Salvador Illa ganó por mucho a Carles Puigdemont. El problema es que, a la hora de hacer efectivos los números de cada cual, este perdedor pretende arriesgar hasta hacer perder a todos, provocando una situación ingobernable o llevada al límite, para hacer imposible un Ejecutivo catalán y amenazar con descarrillar la corta legislatura española.
El proyecto político de Puigdemont empieza y termina en sí mismo, pero su naturaleza egoísta resume a su vez una ilusión que prendió en una parte de ese territorio. Apurando las posibilidades desde hace siete años, solo puede prosperar si dinamita por completo el sistema político en que vive y vivimos, en Cataluña y en España. Puigdemont sería así otro más de esos personajes diabólicos a los que nos vamos acostumbrando últimamente, algo que nunca pensamos vivir y que, sin embargo, han acabado por connotar nuestra vida política. La irracionalidad, la distorsión de lo evidente, el fanatismo de los seguidores, el mesianismo de los dirigentes, el oportunismo y la ausencia de programa, la desvalorización de la verdad y de la lealtad, el aplauso de la violencia verbal del propio, la pérdida del respeto a la ciudadanía y a las buenas formas o el desprecio del sentido común identifican la manera actual de hacer política.
En la versión de ‘El caballero oscuro’, de Christopher Nolan, el villano (Joker) mantiene conversaciones inteligentes sobre la naturaleza del mal y sobre la responsabilidad de cada cual, más allá de la suya evidente; también sobre el objeto común y antagónico en sus soluciones con que mejorar esa sociedad y sobre el hecho de que tanto héroe como villano subvierten la norma en beneficio de un bien superior.
Puigdemont se nos aparece como un Joker con un código propio de conducta, ajeno a la del conjunto, que es lo que le confiere fortaleza en su debilidad de origen: no se somete a ataduras y resulta impredecible, y por eso peligroso y temido. Pero enfrente, nuestro Batman normativo, nuestro héroe Sánchez, también altera las reglas por nuestro propio bien, para que todo nos vaya mejor. De manera que el paradigma moral y político de nuestra particular Ciudad Gótica (Gotham) lleva tiempo desintegrándose o siendo puesto en cuestión.
El paradigma moral y político del país lleva tiempo desintegrándose o puesto en cuestión
Lo sencillo sería cargar en exclusiva sobre el villano. Es evidente que Puigdemont no quiere ver lo que tiene delante y que distorsiona su lectura y sus consecuencias para, rompiendo el sentido de la lógica compartida, llevarnos a otro sitio ventajoso para él. ‘Hermano Lobo’, aquella formidable revista del tardofranquismo, ya lo contaba en una viñeta de portada cuando el líder daba la opción de «nosotros o el caos», y acotaba por lo bajinis cuando el público elegía el caos: «Es igual, también somos nosotros». El caos como solución es la salida desesperada del perdedor, su único escenario de oportunidad, pero ahí no llega por sí solo. Quien representa lo normativo, la lógica, ha agrandado su figura dándole aire, y ahora lamenta que le lleve a una tesitura inaceptable y suicida.
Puigdemont no puede gobernar hoy Cataluña. No puede porque ha perdido. Pero, sobre todo, no puede por la propia salud de los catalanes, incluidos los suyos. Si cuando logró la mayoría absoluta gobernó sectariamente, obviando la presencia de la otra mitad de ciudadanos no partidarios, de gobernar desde la minoría lo haría mediante un despotismo extremo, tratando de corregir una opinión adversa mediante la coacción de su particular Estado y durante el escaso tiempo en que se lo permitieran los demás. Por eso no puede gobernar, no porque no les acomode a los socialistas, sino porque estos traicionarían definitivamente sus apoyos.
Razón por la cual, desde el otro lado, el PP se aplica a deformar también la realidad evidente y se inventa un Puigdemont exultante cuando este a todas luces declina. Alberto Núñez Feijóo necesita del Joker porque, si no, prosperará la particular moral de Batman; así que, cuanto peor mejor, y, si pierde el fugado, convenzámonos de que todo sigue dependiendo de él, como muestra de la debilidad y villanía de Sánchez.
De manera que cada espacio político-mediático construye cada día una cosmovisión para sostener lógicas interpretativas distintas de una posible común. Una única versión de una única realidad es algo que sabemos que no existe, pero lo evidente no es maleable, la realidad no es una recreación mental soportada en la nada. La posmodernidad no puede aspirar a tanto, por más que sea el terreno en el que nos movemos.
Entonces, habría que regresar al espacio común, a un paradigma ampliamente aceptado donde no fuera tan posible que nos hiciéramos trampas al solitario y a la vista de todo el mundo, que no viviéramos en una especie de antigua RDA (aquella de ‘tú haz como que trabajas y nosotros haremos como que te pagamos’, y muchos latiguillos resignados más). Hacer eso no es fácil porque, en principio, contraviene las reglas de la física que sostiene nuestra democracia representativa: o se pactan a capa y espada unas bases mínimas entre las fuerzas más responsables (por su carácter y por su apoyo ciudadano) o cualquier gesto conciliador estará al albur del oportunismo electoral o de partido, alimentando otra vez desde ahí ese cúmulo de vicios de nuestra política.
Ahora la situación la vemos en Cataluña, pero se repite por doquier a cada paso. Mientras no se restituya y respete un suelo común de normas no habrá solución; y, lo peor: como decía Albert Camus, no viviremos entre personas, sino en un mundo de siluetas.