Francisco Rosell-El Debate
  • Después de humillarse el martes ante Puigdemont, entonando su ‘mea culpa’ y mostrándose dispuesto a expiar sus pecados yendo a peregrinar si es menester a Waterloo para sortear unas elecciones anticipadas que lo expelería de La Moncloa, no descarta abrir el portillo a una suerte de ‘derecho a decidir’

Con La Moncloa transformada en «espacio seguro» para la corrupción y el acoso sexual, a tenor del nuevo escándalo protagonizado ahora por Francisco Salazar, ‘el quinto pasajero del Peugeot’ con el que la banda de Pedro Sánchez asaltó el poder, cobra vigencia lo afirmado por Thomas Jefferson. En efecto, el tercer presidente de EE.UU. y coautor de su carta fundacional, avisó de que los dos grandes enemigos del pueblo son los criminales, lo que va de suyo, y el Gobierno al que instaba a encadenar a la Constitución para que no se transfigurara en exégesis del delito.

Para desgracia de España, la alerta de Jefferson es una triste realidad ante la podredumbre que Sánchez acumula en el muladar de La Moncloa que pareciera el prostíbulo de su suegro y gestionado con tamaña opacidad como refrendó ayer el velo que envolvió, sin luz ni taquígrafos, la cumbre con Marruecos sobre el principal asunto exterior español. Para colmo, al haber roto la Constitución, el Ejecutivo es precisamente la versión normalizada del delito, coincidiendo con el 47º aniversario de una Carta Magna que vive sus horas más oscuras, siendo la segunda más longeva tras la canovista de 1876 que pervivió 48 años.

Mutatis mutandis, el apercibimiento de este padre fundador de la primera democracia del mundo es reconocible en un Sánchez que busca zafarse de la Norma Suprema para eludir a la Justicia y sufragar los intereses de demora la deuda que contrajo con el independentismo al que hipotecó La Moncloa para habitarla sin ganar los comicios. Si para investirse presidente, no dudó en comprarle al prófugo Puigdemont los siete escaños de Junts a cambio de amnistiarle cuando la ponencia constitucional vetó tal indulgencia, ahora sus socios separatistas aprovechan sus aprietos judiciales para agrandar el butrón de la Carta Magna. Después de humillarse el martes ante Puigdemont, entonando su mea culpa y mostrándose dispuesto a expiar sus pecados yendo a peregrinar si es menester a Waterloo para sortear unas elecciones anticipadas que lo expelería de La Moncloa, no descarta abrir el portillo a una suerte de ‘derecho a decidir’.

Al igual que la amnistía, esa posibilidad fue desdeñada el 16 de junio de 1978 por la comisión constitucional al no prosperar la enmienda del diputado Patxi Letamendia, de Euskadiko Ezkerra (luego de Herri Batasuna) a favor del derecho de autodeterminación, si bien los entonces diputados de Convergencia, Miquel Roca, y del PSOE catalán, Rodolfo Guerra, se ausentaron para no votar en contra. No fue la circunstancia del portavoz del PSUC, Jordi Solé Tura, quien, en nombre de los comunistas catalanes, rehusó secundarles en pro de una Constitución que reflejara «las aspiraciones de la inmensa mayoría de la población», dejando de lado «divisiones o laceraciones tremendas». Pero, sobre todo, según glosó en 1985 en su libro Nacionalidades y nacionalismos en España, porque una izquierda coherente no podía impulsar a la vez un Estado de las autonomías como pista de aterrizaje soberanista y una autodeterminación que germinara su destrucción.

Acuciado por los tribunales, Sánchez rompe una Constitución que es obra del PSOE, junto a UCD, que la promovió, y al PCE, que la asistió, para que se abrazaran las dos Españas a garrotazos. Para más inri, el dinamitero para abrir este nuevo boquete será el triministro Bolaños. De esta guisa, el titular, nada menos que de Justicia, a la par que arremete contra el supuesto golpismo togado (lawfare) y auspicia contrarreformas que anulen la independencia judicial, puede rehipotecar más el Reino de España del que es dizque su notario mayor.

Por la trocha del ‘procés’, el sanchismo reduce la Constitución, por la vía de los hechos consumados, a barro para tornear la botija que le convenga con el presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, como curtido alfarero desde que enlodara su toga de fiscal general con Zapatero para blindar a prueba de bombas sus apaños con ETA. Este dispensador de bulas a socialistas y afectos no se anda con remilgos como cuando embistió contra sus compañeros de la Corte de Garantías al declarar estos «inconstitucional» el estado de alarma de Sánchez con el Covid. Poniendo como no digan dueñas al entonces presidente González-Trevijano y a los otros cinco magistrados, los ridiculizó por fundar su veredicto, según arguyó, en ‘la paradoja de sorites’ atribuida a Eubúlides de Mileto para determinar cuántos granos de arena hacen un montón.

Investido bajo pago de la amnistía a Puigdemont, Sánchez persigue escapar del atolladero político y judicial, transigiendo con la consulta en Cataluña que siempre negó mediante la fórmula del salami para digerir en finas rodajas, lo que, en conjunto, produce rechazo. De este modo, sin derogarla explícitamente como el felón de Fernando VII Constitución doceañista de Cádiz, Sánchez expolia la Carta Magna del mayor y mejor periodo de libertad de España bajo el mantra de un progresismo que es al progreso lo que el carterista a la cartera.

Recluido en su bunker, a diferencia de sus compinches de la prisión de Soto del Real, Sánchez acelera la estrategia que, con ocasión de su uso perverso del estado de alarma con el Covid, entrevió Manuel Aragón Reyes, magistrado emérito del TC, al evocar la ‘dictadura constitucional’ que introdujo Carl Schmitt, arquitecto legal del nazismo, para que Hitler transitara de la democracia al totalitarismo por el artículo 48 de la Constitución de Weimar confiriendo al presidente del Reich la prerrogativa de «suspender en todo o en parte los derechos fundamentales». Así, cuando Hitler ascendió al poder en 1933 y el Reichstag aprobó la Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo, el Führer devastó la Constitución con esa ley habilitante ante la impotencia del anciano mariscal Hindenburg al que no tuvo ni que derrocar.

Con su falta de escrúpulos, tampoco Sánchez precisa un golpe de Estado, sino que se vale de un proceso deconstituyente con quienes concurre en desintegrar la Nación y finiquitar la democracia que consagra una Constitución que, «con las inevitables impurezas de todo lo que es real», según el entonces senador real Julián Marías, configuró el cuerpo legal en que todos los españoles pudieran vivir fieles a sí mismos, ya fueran «los justamente vencidos» y «los injustamente vencedores».

Si «todo un pueblo no puede morir por un solo hombre», como en el poema de Salvador Espriu, no es menos cierto que la ambición de ese único hombre puede empujar a un pueblo por el despeñadero. De momento, quien parece haber llegado a la política para hacer de España un infierno trata de mantener vivo a Franco y liquidar la Constitución que prometió respetar y hacer respetar para ser un gato de siete vidas sin reparar en que tal vez ya haya superado ese número letal.