Alberto Ayala-El Correo
Era el fallo esperado y es el que ayer emitió el Supremo. El alto tribunal ratifica, y por unanimidad, la condena de inhabilitación por año y medio dictada en su día por el Superior catalán contra el ya expresident de la Generalitat Quim Torra por desobedecer a la Junta Electoral Central. En pocos casos habrá menos dudas respecto a la comisión del delito. Torra admitió la desobediencia ante los magistrados. Cuestión diferente es la proporcionalidad de la pena. Algunos seguimos creyendo que apear de su cargo al presidente electo de una comunidad por colocar, ilegalmente sí, una pancarta es una sanción excesiva.
Así el suflé catalán que la pandemia había ido rebajando vuelve a subir. Vienen meses de algaradas, de épica y victimismo ‘indepe’, mientras Cataluña se queda con un Gobierno de mínimos en plena segunda fase de la pandemia. Junts per Cataluña y ERC han alcanzado un acuerdo de mínimos sobre cómo debe ser la transición hasta las elecciones, pacto que contempla no investir a otro president. El republicano Pere Aragonès será la máxima autoridad en el Principado, pero como vicepresidente sustituto del president. En realidad un acuerdo para no lanzarse demasiados trastos a la cabeza en público hasta las elecciones de finales de enero o febrero. Prepárense, como les decía, para muchos días de agitación callejera liderada por los CDR, les diga o no Torra otra vez aquello de ‘apreteu’ (apretad). Para actos institucionales de reafirmación soberanista y críticas cerradas al Estado por oponerse a que una minoría imponga su criterio al resto. Minoría que, es cierto, se transforma en mayoría a la hora de exigir al Estado que se permita a los catalanes pronunciarse específicamente sobre su futuro en una consulta.
Con semejante escenario resulta improbable que se reúna la mesa Cataluña-Estado que ERC arrancó al Gobierno Sánchez. Improbable e inútil, toda vez que el independentismo sólo se conforma con la consulta y con que los presos del ‘procés’ sean amnistiados, ni siquiera indultados.
En resumen, un nuevo president que no consigue acabar su mandato, el tercero consecutivo -Artur Mas tuvo que dejar su cargo a instancias de la CUP y luego fue condenado, y Puigdemont sigue huido de la Justicia-, y el conflicto catalán que sigue enquistado y con una única vía de salida. Ni la reforma del delito de sedición -que no sacaría de la cárcel a los condenados por malversación- ni su indeseable indulto en tanto no se comprometan a respetar la legalidad, lo son.
La llave de salida volverá a estar en manos de los propios catalanes en las urnas. Unos comicios a los que el nacionalismo acudirá más dividido que nunca. La oferta soberanista ya no la integrarán sólo los herederos de Convergència y ERC. Puigdemont y los suyos concurrirán como JxCat. Veremos si se presenta el PDeCAT (que sucedió a CDC). Y los posconvergentes menos radicales, como Marta Pascal o Carles Castellanos, que defienden el derecho de Cataluña a su plena soberanía, pero sólo mediante un referendo legal y pactado, como el PNV, han alumbrado el PNC.
Permítanme que no sea optimista, aunque no saben cómo me gustaría errar en el pronóstico.