Que una fuerza política escoja como candidatos para unas elecciones a cuarenta y cuatro personas condenadas en su día por graves delitos, tratándose de ciudadanos que han cumplido sus penas y que han recobrado así la plenitud de sus derechos civiles, no suscita objeción alguna desde el punto de vista legal. En cuestiones vidriosas, como la que aquí se plantea, conviene tener alguna certeza y esta es tan sólida como inconmovible.
Tampoco desde el punto de vista político resulta objetable la decisión, en la medida en que la elección de estas personas, con arreglo a su perfil y sus capacidades para el servicio público, juzgadas por los responsables de elaborar las listas, que a su vez responden ante sus electores, sirva para persuadir a estos.
Incluso cabría ir más allá: no es metafísicamente imposible que la selección de exdelincuentes para ocupar magistraturas públicas pueda tener un valor político positivo, más allá de las siglas que lo consideren conveniente con arreglo a su ideario y a sus particulares cálculos electorales. Si alguien que se dedicó a dañar a sus vecinos, tras hacer frente a sus responsabilidades penales, se ha regenerado hasta el punto de poder ser útil a la ciudadanía, ello no es un fracaso sino un éxito de todos.
Rizando el rizo, y teniendo en cuenta que los delitos que en este caso se cometieron se encuentran vinculados a una fractura ideológica y moral en el seno de la sociedad afectada, lograr que quienes en otra época se entregaron a la extorsión terrorista se conviertan en concejales al servicio del pueblo podría ser un signo esperanzador de superación de esa quiebra. Desterrados el recurso a la violencia y sus coartadas, sería en teoría posible empezar a construir un futuro común. No hay más noble ni más inteligente salida a una confrontación entre conciudadanos.
Expuestas las consideraciones genéricas, la oscura verdad del asunto, como ya advertía el gran Stendhal, emerge cuando bajamos a los detalles. El primero de todos es que ninguna de esas cuarenta y cuatro personas, ni quienes los postulan para administrar la cosa pública, han mostrado el menor espíritu de reconciliación, ni con sus víctimas ni con la amplia fracción de la ciudadanía que sobrepasa el contingente de sus correligionarios. Por no tener, ni siquiera les han tenido el menor respeto.
El segundo detalle ominoso, que se levanta sobre la base del anterior, es que se presentan para gobernar algunos pueblos personas que en su día redujeron su censo electoral por la vía de la eliminación física de alguno de los votantes. Con el escarnio, en absoluto impremeditado o casual, que tal alarde supone para sus familiares supervivientes y todavía empadronados allí.
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Otro detalle tirando a siniestro, y que no hay que ser muy malévolo para captar, es la reivindicación no sólo de aquellos que cometieron crímenes. También de los crímenes mismos, en la medida en que estos resultan ser el mérito primordial de sus respectivos currículums. Esto ha quedado patente en algún caso por el recurso al alias o nombre de guerra con que firmaron sus acciones. Urge rescatarlos de la derrota policial y judicial que en su día los llevó a la cárcel, y promoverlos como cargos públicos es una manera de invitarles a sentir que se resarcen de tan ingrato revés.
Dicho lo anterior, las candidaturas siguen siendo válidas. La elección de quienes las integran, legítima. Y nadie les puede decir cómo confeccionar sus listas a quienes procediendo del entorno político de ETA o sin proceder de él se reúnen en EH Bildu.
Lo que sí puede decirse es que los detalles hacen de esta decisión plenamente legal un gesto éticamente repulsivo. Y que quienes lo normalicen, minimicen o aspiren a despojarlo de su notoria carga ofensiva jugarán con fuego ante los votantes que no están dispuestos a ver en estos cuarenta y cuatro nombres unos candidatos cualesquiera. No lo son. Ni pretenden serlo.