Sería absurdo no atender a los cambios sustanciales que puedan producirse en el castrismo o en la izquierda abertzale, para favorecerlos. Ellos mismos lo saben de antemano, así como el coste actual de ETA. Entrar en una política unilateral de concesiones mientras la izquierda abertzale no rompa con ETA, o Raúl siga en sus trece, es otra cosa.
La política de reconciliación nacional declarada por el PCE en 1956, sin duda su más trascendente iniciativa bajo la dictadura, acabó en un fracaso en cuanto a los objetivos partidarios y en un éxito para el país. El aislamiento del partido, resultante de la Guerra Civil, no fue superado y tampoco se materializaron las expectativas de una huelga general que diera en tierra con el régimen. Como compensación, fue asentándose la idea de que la democracia debería tener como precondición un entendimiento entre españoles por encima de la divisoria de 1936 y el propio PCE, liderado por Santiago Carrillo, se aplicó a ello con notables sacrificios para conseguir la ruptura pactada.
Desde hace tiempo, y con especial insistencia a partir de los años noventa primero, y de la muerte política inacabada de Fidel más tarde, la idea se encuentra sobre el tapete en Cuba. Fue primero un conjunto de reflexiones por parte de líderes de opinión, fuera y dentro de la Isla, en el sentido de que resulta imprescindible aproximarse a los sectores reformistas del sistema de poder castrista, crear un ambiente de diálogo donde los intelectuales jugaran un papel fundamental, a efectos de conjurar la imagen de una desaparición apocalíptica de la dictadura. La reconciliación de los cubanos sería la clave para el éxito de la bienintencionada maniobra. Lógico.
El problema surge si al modo del ministro Moratinos o de algunos autoproclamados reformistas en el entorno del castrismo, esa reconciliación es dada ya por hecha, sin tener en cuenta que las clavijas de la opresión no se han aflojado desde el área gubernamental, y que está ahí Chávez. Así que vamos a tratar a Raúl como si fuese el interlocutor válido para preparar la futura transición, a marginar a la disidencia y a renunciar a toda presión exterior, sea gubernamental o ejercida por intelectuales demócratas. Hay que evitar, se nos dice, toda «interferencia» externa y dejar que los cubanos arreglen las cosas por sí solos. De acuerdo con lo segundo, pero el inconveniente reside en que mal puede esperarse un cambio con los opositores del interior aislados y sumidos en la desesperanza y sobre todo con el vértice de la dictadura seguro de manejar la situación a su antojo. La reconciliación, a ellos no les hace falta.
El tema ha resurgido asimismo con referencia a Euskadi, de la mano de un personaje atípico: Jesús Eguiguren, presidente del PSE. El fracaso de 2006, compensado por su rendimiento electoral, no le ha hecho apartarse de su vocación de arbitrista que organiza sus propuestas en torno a la idea del ámbito vasco de decisión. «Este es un problema entre vascos», advierte en sus recientes Reflexiones y preguntas para un futuro de paz y convivencia. «La política deben asumirla los vascos», insiste con la orientación aislacionista observable en los progubernamentales cubanos. En la misma línea, ETA está presente en el discurso, pero este se construye como si la experiencia de los últimos años y la ideología de la organización terrorista no existieran. La idealización de lo vasco llega hasta el punto de evaluar su realidad histórica como «estable» -¿y las guerras carlistas?-, salvo en el periodo reciente, y por eso hacen falta «la convivencia y la reconciliación» aun antes de que acabe el terrorismo y Batasuna se desmarque de ETA. Medidas posibles en esa apuesta de futuro: ir hacia la legalización de Batasuna y la «reinserción de los presos». La carreta delante de los bueyes. Batasuna aplaude: es la coartada para no dar el paso decisivo.
También como en el caso de quienes ponen entre paréntesis la naturaleza del régimen castrista, queda fuera de campo además la visceralidad antiespañola, núcleo duro del campo radical. Una vez pagado el peaje fijado para la reconciliación, la evolución positiva del entramado Batasuna-ETA llegará por sí misma, piensa Eguiguren. Sus descalificaciones en cadena, como sucede con los equidistantes cubanos, se dirigen contra quienes no aceptan el coste político de sus buenas intenciones. Porque según su peregrino razonamiento, el fin del terrorismo es una cosa, y otra «la construcción de la paz», como si esta no consistiera en la nueva situación alcanzada tras la eliminación el terror.
Sería absurdo no atender a los cambios sustanciales que puedan producirse en el castrismo o en la izquierda abertzale, para favorecerlos. Ellos mismos lo saben de antemano, así como el coste actual de ETA. Entrar en una política unilateral de concesiones mientras la izquierda abertzale no rompa con ETA, o Raúl siga en sus trece, es otra cosa.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 3/7/2010