IGNACIO CAMACHO-ABC
- Su mirada esmeralda brillaba con un halo de cansancio, de tristeza, de ese dramatismo casi estoico que provoca la guerra
Tuvo que retroceder las páginas del diario con la sensación de que se le había pasado algo por alto. Se puso las gafas para ver bien la fotografía y notó de inmediato esa punzada que clavan en el alma los fantasmas del pasado. Buscó imágenes en el archivo del móvil y allí estaba: era ella. La misma mirada esmeralda pero con el brillo atenuado por un velo de cansancio, de dolor, de tristeza, de ese dramatismo estoico que produce la guerra. La había conocido años atrás, durante un viaje de trabajo a Kiev en el que se desempeñaba como traductora de empresa. Marina, se llamaba; era bella, cortés, elegante, discreta. Al final de una cena de negocios se quedaron charlando, compartieron alguna confidencia y tomaron más copas de la cuenta. Le dijo que había nacido en Crimea, que estudió en España y que pensaba volver, aunque fuese como camarera, si las cosas en su tierra seguían poniéndose feas. En un momento dado él quiso ir más allá y se topó con una barrera de exquisita firmeza. Ella pidió por teléfono un taxi, lo empujó dentro con una sonrisa tierna, le dio al conductor la dirección del hotel y se perdió en la noche con las solapas del abrigo vueltas. Nunca más volvió a verla. Al día siguiente había en las reuniones una intérprete nueva cuya presencia le provocó un pellizco interior de remordimiento y vergüenza.
El recuerdo se le activó vagamente con la invasión rusa de Ucrania, las noticias de los refugiados, el relato de los combates. Eso fue todo hasta que una mañana de diciembre se topó con la foto cuando ojeaba el periódico y se sorprendió a sí mismo escrutando la imagen, repasando uno a uno todos los detalles. Era una habitación medio a oscuras, con tablones claveteados en unas ventanas sin cristales. Había una pareja mayor sentada con aire friolento ante un árbol de Navidad sin luces y en una mesa desnuda unos niños jugando con lápices bajo una vela junto a un hombre adulto que parecía su padre. A un lado pero en primer plano, de pie, mirando a la cámara, estaba Marina con un grueso chaquetón paramilitar, mechones de pelo rubio bajo un gorro de lana y los ojos verdes apagados, endurecidos por un halo amargo. Apoyado en la pared desconchada (¿por explosiones?) se veía un fusil automático. La crónica estaba fechada en una ciudad a punto de evacuación, sin agua ni gas ni energía eléctrica. Recordó entonces el país que había visitado tiempo atrás, el vitalismo de una sociedad dinámica, optimista, abierta a la esperanza de una nueva era. Le costó sobreponerse al desasosiego, aferrarse a alguna certeza capaz de darle sentido a la tragedia. Y se dio cuenta de que la calidez familiar de su Nochebuena ya no le serviría para escapar del desaliento que le había transmitido aquella escena donde hasta los niños parecían conscientes del final de la inocencia.