Ignacio Camacho-ABC

  • Escucharon decenas de relatos, dramas de desolación y de impotencia narrados entre lágrimas de abatimiento, ira y desamparo

Andaba rumiando un desamor cuando vio en Instagram que ella se había ido de voluntaria a Valencia. Para conjurar su desazón se dijo a sí mismo que tenía exámenes y que su prioridad era la carrera, pero la idea no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Quería demostrarle que él también podía ayudar, comprometerse, ser útil en medio de la tragedia en vez de fingir que estudiaba encerrado en la biblioteca. Al fin se decidió y se puso a trastear en las redes sociales hasta que encontró a un militar que buscaba víveres para transportar en su furgoneta. Contactó con él, consiguieron recolectar una cierta cantidad de euros y el fin de semana siguiente salieron juntos a la carretera con el vehículo cargado hasta los topes de conservas de comestibles y productos de limpieza.

Al aproximarse a la zona de la riada vieron al borde de la ruta cientos, miles de coches amontonados para el desguace. Los campos estaban cubiertos de un fango espeso, compacto, impenetrable, un paisaje de soledades salpicado de casas arrasadas y postes de luz caídos sobre los árboles. Llegaron hasta donde los controles les dejaron pasar, un pueblo grande en el que la gente azacaneaba con palas y cepillos para despejar las calles. Pararon en una plaza junto a una iglesia cerrada ante cuya puerta unos muchachos repartían vituallas de supervivencia en envases desechables. Al bajarse les llamó la atención la nube de polvo flotante, que les obligó a ponerse mascarillas, y el olor acre, a humedad y a podrido, que flotaba en el aire.

Durante tres días no pararon de trabajar; si algo hacía falta allí eran manos. Manos para empujar automóviles destrozados, para quitar el lodo pegado al suelo y las paredes, para auxiliar a los ancianos, para apartar obstáculos y abrir algunas vías de paso. Ocupados en esas faenas escucharon decenas de relatos sobre personas desaparecidas, familias arruinadas, edificios devastados, vecinos agarrados a farolas para resistir como náufragos. Historias de desolación, de desamparo y de impotencia narradas entre lágrimas de agotamiento, ira y desánimo. La experiencia les conmovió tanto que decidieron volver en Navidades con más compañía y mejor organizados.

Mientras preparaba el segundo viaje se dio cuenta de que apenas pensaba en ella y si lo hacía era ya sin aquella punzada de opresión en el alma. La inmersión en el sufrimiento ajeno le había enseñado a dejar de extrañarla y su angustia por la ruptura le empezó a parecer un melodrama. Ahora tenía un propósito moral, la conciencia de una misión, la certeza de una responsabilidad solidaria tan fuerte como para impulsarlo a pasar la Nochebuena lejos de casa. Estaba de nuevo en camino cuando sonó el teléfono y vio en la pantalla el nombre que poco antes envenenaba sus sueños y le quemaba las entrañas. Dudó un momento con el dedo en el aire y luego lo bajó de golpe para rechazar la llamada.