Ignacio Camacho-ABC

  • Se sentó junto a la celosía de madera tras la que se movía un grupo de sombras vestidas con lo que parecían tocas negras

Le gustaba conducir en Nochebuena. Lo hacía de joven para reunirse con sus padres y hermanos en el pueblo, donde el olor a leña de chimenea y el brillo de unas luces pobres se le habían incrustado en la médula de los recuerdos. Esta vez el trayecto era distinto, y el destino que le esperaba le producía una sensación de incertidumbre que le hacía cosquillas por dentro mientras escuchaba villancicos en la radio y pasaba junto a desiertas ventas de camioneros y polígonos industriales semivacíos en cuyas ventanas apagadas lucían algunos árboles navideños. También iba solo como entonces, pero sin la seguridad confortable del reencuentro; la zozobra de enfrentarse a una experiencia desconocida le tembló por el cuerpo al aparcar el coche a poca distancia del convento.

Su exmujer no había querido acompañarlo. Se lo propuso sin mucha convicción y recibió una negativa áspera que luego ella trató de suavizar diciéndole que no se sentía con ánimo. El dolor de la doble ruptura, con él y con la hija de ambos, aún no le había cicatrizado; nunca llegó a comprender la llamada espiritual de la muchacha ni había podido aceptarla con el paso de los años. Ni siquiera acudió a la profesión de votos; tenía celos de Dios, les dijo un consejero espiritual al que consultaron para tratar de recomponer una convivencia abocada al fracaso. Se rompió todo; el matrimonio, la familia, el tiempo feliz de las risas y los abrazos. Todo se disipó en un calvario de reproches y llantos.

Pensaba en ello cuando vio la película y resolvió que al menos se debía a sí mismo una visita. Sabía que no podría verla pero deseaba al menos intuirla, sentir su presencia y tal vez lograr que se supiese buscada, acompañada, respetada, entendida. Transmitirle sin palabras el mensaje de cercanía que se quedó sin expresar en los días de desvelos inútiles, llamadas desoídas, diálogos fallidos y admoniciones recíprocas. Sacudirse de una vez la conciencia de pesadumbre retroactiva, el desasosiego de la distancia emocional, el sentimiento de culpa remordida. Recobrar la paz interior que no pudo encontrar desde que le dijo por última vez que la quería.

Al entrar observó que no había demasiada gente en la iglesia; las misas del Gallo han perdido el pulso ante las sobremesas de la cena. Se colocó en un lado de la nave lateral, a la vera de la celosía de madera tras la que se movía un grupo de sombras vestidas con lo que parecían tocas negras. De allí brotó al comienzo de la liturgia un canto coral que se elevó hasta la bóveda mudéjar, voces blancas algo desafinadas entre las que trató de reconocer aquella que tantas veces había oído de cerca. Las oyó cantar durante toda la ceremonia y al final volvió la cabeza para comprobar con un escalofrío en la espina dorsal que ya no había nadie al otro lado de la reja. Se fue despacio, a cuestas con el sabor agridulce de haber saldado a medias una deuda.