Juan Carlos Girauta-El Debate
  • Al saberse en Madrid que en algún lugar de España (del Estado, decían) se había cometido una legalidad, miles de progresistas se grabaron ‘videoselfies’ llorando y gritando. Los dos sindicatos principales convocaron una huelga de tres días, pero el mayor no acudió porque estaba en un retiro sobre el maridaje de las gambas

El rumor de que alguna instancia de poder había actuado conforme a la ley se adueñó de casinos, ateneos y discotecas. La onda expansiva exhibía la fuerza de una incredulidad arraigada, consolidada, petrificada y, de repente, rota. En cuestión de minutos, todo el mundo conoció la noticia. El porqué de la quiebra de la incredulidad, o si solo se suspendió, se discute todavía. Los efectos de un acto conforme a ley solo podían compararse con lo que habrían experimentado unos bisabuelos rurales si les hubieran informado de la voladura de un mármol tan antiguo como la hendidura del pie del Cristo que tocan cada domingo al entrar, desde hace siglos, todos los parroquianos. Lo inconcebible.

Así, nadie había podido prever algo parecido a un acto de poder que no contradijera la letra y el espíritu de unas leyes que, sin embargo, seguían permaneciendo formalmente vigentes. De hecho, fue solo cuando prendió la convicción nacional de un acto de legalidad que los tribunos televisivos y Los Tres Catedráticos —nombre inspirado en Los Tres Tenores que designaba a unos mercenarios con cátedra— plantearon la posibilidad de proceder a reformas legislativas. Todo el sistema se había construido sobre la premisa de que unas leyes cuyo incumplimiento no conlleva consecuencias serían violadas en todo caso en la medida en que ello beneficiaba a los partidos del Gobierno y a las mafias periféricas de delincuentes organizados que, de antiguo, venían adoptando también la apariencia de partidos políticos.

Se destapó la debilidad de un régimen que creía haber hallado la fórmula mágica: despotismo y dictadura, corrupta e indisimulada, bajo el aspecto de una democracia liberal de la UE. La clave de la fórmula era tan fácil que parecía mentira su tardío descubrimiento: no hables de reforma constitucional porque se te verá la minoría que tienes, se verá tu micropene político y se reirán de ti. Di que nadie respeta la Constitución más que tú mientras la violas y la violas y la vuelves a violar. Y dejas que tus socios la violen asimismo a su antojo. Y en el lugar donde Kelsen previó un Tribunal Constitucional, coloca a unos tipos con marchamo ideológico y a un presidente con la toga más sucia que el bar de Iglesias de tanto polvo, lodo y mugre del camino acumulados.

Al saberse en Madrid que en algún lugar de España (del Estado, decían) se había cometido una legalidad, miles de progresistas se grabaron ‘videoselfies’ llorando y gritando. Los dos sindicatos principales convocaron una huelga de tres días, pero el mayor no acudió porque estaban en un retiro de una semana sobre el maridaje de las gambas. Los portavoces del Gobierno y de sus partidos advirtieron contra el avance de la extrema derecha y contra el peligro de interpretar las leyes literalmente cuando el constructivismo jurídico y el uso alternativo del Derecho se habían demostrado mucho más útiles para la convivencia. Luego se desmintió todo: falsa alarma, nadie había cometido ninguna legalidad. El régimen respiró.