Javier Zarzalejos-El Correo
- Un Gobierno o, peor aún, un partido se cree habilitado para hacer mercancía política de los derechos de todos, para negociar el Estado de Derecho
La negociación en curso para que Pedro Sánchez alcance los votos necesarios no se para ante nada. Ese pacto se está construyendo sobre dos pilares herrumbrosos que por sí mismos constituyen una fuente de toxicidad para el sistema democrático. El primero de estos pilares es la banalización del mal, lo que en lenguaje más llevadero se suele llamar al blanqueamiento de Bildu-Sortu y a la normalización de su presencia en la política institucional desde el privilegio de no condenar la violencia real ejercida por ETA. Ni el ataque sin condena a la tumba de Fernando Buesa, ni las sólidas informaciones periodísticas que rescatan la activa militancia terrorista de Arnaldo Otegi hacen mella moral en los negociadores de la investidura. Bien al contrario, de nuevo una personalidad del Partido Socialista como la portavoz en el Ayuntamiento de Madrid y exministra Reyes Maroto entona un canto a la «conciencia social» de Bildu alegando que los acuerdos con este partido mejoran la vida de los españoles. Unir en la misma afirmación ‘Bildu’ y ‘mejora de la vida de los españoles’ es un sarcasmo hiriente que solo se puede explicar por el nivel de banalización que ha alcanzado el mal inferido por la violencia sobre toda la sociedad española.
Pero no es solo que Bildu sea una fuerza muy social según el tóxico relato sanchista. Podría ser que los catalanes fueran considerados ‘minoría nacional’ para así hacerles acreedores del derecho de autodeterminación una vez que alegaran ser objeto de discriminación, persecución o represión en cuanto tal minoría; algo que Puigdemont, con la ayuda de algún exótico comité de Naciones Unidas con miembros generosamente financiados por las instituciones autonómicas en manos secesionistas, puede empezar a desarrollar. Sí, es verdad que nadie ha confirmado este extremo de la negociación, pero quien mantiene la oscuridad en sus tratos no puede pedir en su favor la presunción de inocencia.
Porque que los catalanes sean considerados como ‘minoría nacional’ es parte de un paquete negociador en el que los secesionistas con Puigdemont a la cabeza no buscan un mercadeo de cifras en el Presupuesto. Quieren que la legitimidad de la secesión, republicana y unilateral, prevalezca sobre la legitimidad constitucional. A diferencia de Aragonès o Junqueras, Puigdemont se reivindica como el presidente de la Generalitat en el exilio. Por eso no se le puede tener en cuenta que, mientras unos se quedaron y tuvieron que hacer frente a sus responsabilidades penales, Puigdemont se escapó a Bruselas; una fuga que no es tal para los secesionistas irreductibles -perdón por la redundancia-, sino un acto de preservación de la legitimidad del Gobierno de Cataluña.
La amnistía no es solo el borrado de las responsabilidades penales, sino la legitimación del proceso independentista y la convalidación de la unilateralidad como recurso legítimo. Puigdemont, una vez derogada la secesión, difícilmente volverá para hacerse cargo de una comunidad autónoma con o sin la transferencia de los ferrocarriles de cercanías que tanto preocupa a Pere Aragonès. El fugado de Waterloo se ve a sí mismo compitiendo en otra categoría en la que lo simbólico es esencial tanto para degradar hasta la humillación al Gobierno de España como para enaltecer la legitimidad extra y anticonstitucional cuyo reconocimiento reclama
¡Claro que la exposición de motivos de la ley de amnistía es importante! No solo para disimular que el trato es tan simple y descarnado como intercambiar impunidad por votos, sino para proporcionar a Puigdemont la ‘narrativa’ que necesita su peripecia, la que reclama su ego y en la que confía que será decisiva para hacerse sin competencia con la hegemonía del nacionalismo catalán para que no se mueva del carril independentista y unilateral en el que el propio Puigdemont le metió.
La novedad de esta negociación, que es la que la diferencia radicalmente de todo precedente, es que con lo que se negocia no es el Presupuesto, sino el Estado de Derecho. Y precisamente negociar el Estado de Derecho es, al mismo tiempo, la mayor vulnerabilidad de ese probable acuerdo. Los romanos se referían a las ‘rei extracomercium’ para designar aquellos bienes que no podían ser objeto de tráfico contractual. Estamos en un caso en que un Gobierno o, peor aún, un partido se cree habilitado para hacer de los derechos de todos mercancía política negociable.