Pedro J. Ramírez-El Español

Policías chinos patrullan ya discretamente a orillas del Támesis con el concurso de potentes cámaras de seguridad. Y no lo hacen en un lugar cualquiera, sino justo en frente de la Torre de Londres. Donde quieren asentarse.

De momento, lo único negro en la fachada del blanco recinto construido por Guillermo el Conquistador son los seis cuervos cautivos y anillados, alimentados con galletas empapadas de sangre animal, que simbolizan la continuidad del Reino Unido.

«Si la Torre de Londres pierde a sus cuervos, la Corona caerá», dice la leyenda. Por eso les cortan las alas y permanecen como simbólicos guardianes de una historia siniestra.

La de los horrores del poder absoluto del pasado. Incluido el infanticidio de los sobrinos de Ricardo III o las decapitaciones de Ana Bolena y Catherine Howard.

Es la otra cara de la gloria de esta isla bajo cuyo cetro germinaron la democracia, el parlamentarismo y el Estado de Derecho.

Ahora, desde que el gobierno chino compró los terrenos de la antigua Royal Mint en la que se fundía la moneda, los londinenses temen que, justo frente a la Torre de Londres, se alce también el monumento a los horrores del poder absoluto del presente.

De ahí la oposición a que el gobierno laborista de Keir Starmer, el único de izquierdas junto al de Sánchez en un país europeo importante, autorice la instalación y apertura de la que sería la mayor embajada china del mundo.

Ocuparía nada menos que 20.000 metros cuadrados, transformados en desafiante emblema de un nuevo orden mundial dominado por la China «rejuvenecida» de Xi Jing Ping.

Desde 2020 se vienen reproduciendo las manifestaciones de protesta, en sintonía con los informes de la ONU sobre detenciones, torturas, extracciones forzosas de órganos y asesinatos de los uigures de Xinjiang, los budistas en el Tibet o los activistas demócratas en Hong Kong.

La otra gran preocupación tiene que ver con la ciberseguridad pues en las inmediaciones del lugar elegido de la embajada están las conexiones de fibra óptica de las principales instituciones gubernamentales y de las grandes empresas que operan en la City. Y, desde tiempos de Obama, los informes del FBI han relacionado el espionaje a sus bases militares con la proliferación de software chino en sus inmediaciones.

La última concentración en Londres ante la Royal Mint tuvo lugar en febrero entre fuertes cargas policiales. Acababa de trascender que, en la primera conversación de Starmer con Xi tras el triunfo laborista, el líder chino le pidió que acelerara los permisos que necesita la embajada.

«Los laboristas creen que su única forma de crecer es besando a China para conseguir sus inversiones», ha denunciado a la BBC el ex líder de los tories Duncan Smith. Cunde el temor de que el gobierno termine claudicando.

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No es casualidad que este debate sea simultáneo al que se ha recrudecido esta semana en España a costa de los contratos sensibles del Ministerio del Interior con empresas chinas y especialmente con Huawei.

Hace ya treinta años que Ren Zhengfei, el mítico y retraído ingeniero que fundó Huawei, le dijo al entonces presidente Jian Zemin que «un país que no controle los interruptores de sus programas electrónicos es como un país sin ejército».

La España de Sánchez está resultándole una pieza muy fácil. Tanto como para pensar que el régimen de Xi hará cuanto esté en sus manos para que sobreviva en las urnas.

Desde entonces, a la par que impulsaba el mayor desarrollo militar de su historia, China no sólo ha logrado controlar los «interruptores» de sus propios programas de telecomunicaciones, defensa y ciberseguridad, sino que lleva camino de controlar también los de gran parte de los demás países. Incluidos los de sus rivales occidentales.

La España de Sánchez está resultándole una pieza muy fácil. Tanto como para pensar que el régimen de Xi hará cuanto esté en sus manos para que sobreviva en las urnas. Y puede hacer mucho en los frentes político, económico y tecnológico.

Aunque Huawei alega que depende de sus más de 150.000 empleados y también accionistas, en la práctica el régimen chino la trata como a una empresa estatal, financiándola agresivamente a través de la banca pública para impulsar su desarrollo internacional.

Cuando la hija de Ren fue arrestada en Canadá, acusada de violar las sanciones contra Iran, el gobierno de Beijing detuvo a dos canadienses como represalia diplomática. Sólo los soltó cuando la soltaron a ella.

«El objetivo de Huawei, como el del Partido Comunista Chino, es asegurar su supervivencia a largo plazo», explica Eva Dou al final de su almibarado libro «House of Huawei». «Es una compañía hecha a imagen y semejanza de su nación».

Además, la Ley de Inteligencia Nacional -una de las primeras de la era Xi- exige a todas las compañías chinas «apoyar, cooperar y colaborar» con los servicios de espionaje y seguridad del que ya es el mayor Estado policial de la historia humana.

Desde la detección en 2018 de fugas de información en la sede de la Unión Africana en Etiopia, con Huawei como proveedor, la teoría de que en el software de esta y otras compañías chinas existen «puertas traseras» al servicio del régimen de Beijing se ha convertido en doctrina de la inteligencia occidental.

De ahí la escalada de vetos y restricciones que a lo largo de la década han ido imponiendo Estados Unidos y sus aliados a la penetración de Huawei en sus infraestructuras críticas. El que fuera primer ministro australiano Malcolm Turnbull admitió el sentido preventivo de estas restricciones: «No hemos encontrado una pistola humeante, pero sí una pistola cargada».

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Esto explica la mezcla de sorpresa e indignación con que en Washington y en Bruselas -la UE declaró en 2023 a Huawei «proveedor de alto riesgo»- se ha recibido la noticia de la renovación del contrato de la empresa china para gestionar algo tan sensible como las escuchas policiales autorizadas por los jueces españoles.

Porque tirando de ese hilo se va llegando al ovillo de la penetración tanto de Huawei como de la fabricante de cámaras de seguridad Hikvision -también incluida en la «lista negra» de Estados Unidos y la UE- en redes vitales para nuestra seguridad. Es el caso de las comunicaciones policiales o la vigilancia de las vallas de Ceuta y Melilla.

Mientras Washington amenaza con romper toda colaboración en materia de inteligencia con el Gobierno de Sánchez, el PP ha desatado la dimensión política del escándalo al señalar a tres figuras del PSOE con fortísima influencia en Moncloa –ZapateroBlanco y Hernando– como facilitadores de la paulatina infiltración china.

Aunque Acento haya tenido hasta hace pocos meses un contrato con Huawei es obvio que la figura clave para los intereses chinos en España es Zapatero.

Al poner el foco en la consultora Acento -fuente interminable de escándalos y conflictos de interés- Feijóo ha demostrado su falta de ataduras, no sólo respecto al pasado del PP sino a su propio entorno. El ex ministro Alfonso Alonso ejerce de presidente de Acento y un hijo de González Pons forma parte de su consejo asesor.

Aunque Acento haya tenido hasta hace pocos meses un contrato con Huawei de 300.000€ anuales, según el registro de lobbies de la UE, y el papel de Hernando y su mujer Anabel Mateos proyecte la sombra de la sospecha sobre Moncloa y Ferraz, es obvio que la figura clave para los intereses chinos en España es Zapatero.

Y no ya porque su jefe de seguridad cuando era presidente –Segundo Martínez– ocupe ahora ese mismo puesto en Huawei o porque sus hijas puedan haber tenido algún contrato menor de diseño o marketing con esa empresa.

La clave es la creciente sintonía de Zapatero con la visión geostratégica del régimen chino, acentuada por su radicalización ideológica de los últimos años.

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Hay que remontarse a la invasión de Irak y al desplante del aun líder de la oposición cuando permaneció sentado al paso de la bandera norteamericana en el desfile del 12 de octubre de 2003.

Zapatero sólo conoció Nueva York siendo ya presidente del Gobierno y aunque Obama se convirtió en su mentor y referente en la Casa Blanca, él siempre atribuyó la crisis financiera que se le llevó por delante a los abusos del capitalismo y la incapacidad de embridarlo de las democracias.

Los dos mandatos de Trump con el intervalo del incapaz Biden y la brutal guerra de Gaza han acentuado el repudio de Zapatero al papel de los Estados Unidos en el concierto internacional. Un repudio que ha extendido a la Unión Europea, por su falta de contundencia frente a Netanyahu.

Hasta el extremo de que Zapatero da por finiquitado el propio concepto de Occidente, acuñado durante la Guerra Fría como sinónimo de la preservación de los valores democráticos.

Eso ha estrechado sus arraigados lazos con el régimen chino, principal valedor de la tiranía de Nicolás Maduro ante la que él ejerce como recurrente mediador.

No es casualidad que el auge de la influencia de Zapatero -verdadero vicepresidente en la sombra- vaya en paralelo con el paulatino viraje de la política exterior de Sánchez, al tratar de compensar su creciente aislamiento en el mundo democrático con sus viajes y relaciones con China, India o Brasil.

Al margen de que puedan existir lazos más profundos, los aparentes buenos modales del régimen chino en su acción exterior facilitan la conexión con un hombre como Zapatero que sigue haciendo su santo y seña del talante, la deliberación y el diálogo.

 Ningún líder autonómico que se precie puede resistir la tentación de intentar pescar inversiones en China.

Aunque su red de espionaje y comisarías clandestinas se extiende entre nosotros, a diferencia de sus asociados rusos, los chinos no matan a sus disidentes en otros países. O si lo hacen, no dejan huellas truculentas.

Su especialidad es el ejercicio paulatino del poder blando de la persuasión mediante las relaciones económicas y culturales para ir creando una ósmosis de hechos consumados.

Zapatero no es el único que contribuye a ello en España. Ningún líder autonómico que se precie puede resistir la tentación de intentar pescar inversiones en China. Entre tanto la embajada en Madrid realiza su incansable labor de zapa con todo tipo de complicidades.

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Hace unas semanas el abogado Javier Cremades, no ha mucho gran valedor de la oposición venezolana, sirvió de anfitrión en su domicilio frente al Retiro en un almuerzo en el que el señor Yao Jing presentó la cara amable del régimen de Xi a una docena de empresarios españoles y mejicanos.

Alguien tomó nota de que una de sus prioridades será a partir de ahora la penetración en medios de comunicación. No fue un comentario banal pues, como acaba de publicar El Mundo, dos docenas de periodistas españoles se encuentran en estos momentos en China invitados por el régimen.

De lo que no habló, naturalmente, el señor embajador fue ni de las decenas de miles de presos políticos -incluidos los purgados en el propio Partido Comunista-, ni de los cientos, tal vez miles, de penas de muerte ejecutadas cada año en secreto por el régimen de Xi.

Tampoco habló de las maniobras militares que van estrechando su cerco sobre Taiwan. Ni del propósito de apropiarse por la fuerza de esta isla sobre la que China gobernó menos tiempo que Japón y sobre la que su reivindicación equivale, según el autor de «Ghost Nation» Chris Horton, «a que Europa dijera ahora que Norteamérica le pertenece».

Según me explicó no ha mucho un canciller latinoamericano, su homólogo estadounidense Marco Rubio da por hecho que la invasión de Taiwan se producirá en 2027.

¿De qué lado estará, si eso sucede, la Unión Europea? ¿Y España? ¿Y los aduladores, admiradores y agentes del régimen chino?

Porque no nos encontraríamos ante el mero intento de consumar un proyecto imperialista para China. También ante la pretensión de configurar desde el Pacífico un nuevo orden mundial, impuesto desde los parámetros del marxismo.

Baste pensar que para Corea del Sur o Japón el dilema sería convertirse en potencias nucleares o someterse al protectorado chino.

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En pocos países como en España puede entenderse tan bien el doble movimiento de Xi Jing Ping al mezclar, a modo de sínquisis centelleante, «un izquierdismo leninista» con «un nacionalismo derechista». Pero nadie lo ha analizado mejor que otro exprimer ministro australiano, el laborista Kevin Rudd.

Su minucioso trabajo académico «On Xi Jinping», publicado hace unos meses, es con diferencia la mayor aportación al estudio de las intenciones del líder vitalicio de la principal dictadura de la tierra, a partir de sus propios textos y discursos.

La principal conclusión, tras 600 páginas de análisis, es que el proyecto político de Xi es «radicalmente distinto al de todos sus predecesores después de Mao». Según Rudd, todos ellos empezando por Deng Xiao Ping y terminando por Hu Jintao, «trataron de dejar la puerta de la democracia abierta para la próxima generación». Xi ha decidido en cambio «cerrarla de un portazo».

«Xi es un hombre inteligente y se dio cuenta de los costes sociales, económicos y reputacionales de hacerlo», explica el político australiano. «Pero pensó que le compensaba asumirlos para preservar a largo plazo el poder del Partido Comunista Chino».

«Se trata de una posición fuertemente ideológica porque es un marxista-leninista convencido. Mantiene objeciones profundas a cualquier cosa que se parezca a un modelo liberal y democrático para la economía y la política china. Y más allá de eso, a un nivel mucho más personal, Xi no está dispuesto a tolerar ningún intento de recortar su poder o el del Partido»

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A finales de los 60 vi con fascinación en un cineclub la segunda película de Marco Bellocchio La Cina è vicina. Aunque el título en español –La China está cerca– no rimaba como en italiano, la sátira funcionaba igual.

Era la burla de las fantasías de unos jóvenes que se proclamaban de izquierdas y adoptaban la retórica y hasta la moda maoísta, mientras vivían de acuerdo con los cánones de la pequeña burguesía de una ciudad provinciana.

La película era a la vez una demoledora crítica al conformismo y la corrupción de la clase política italiana. El título surgió de una pintada que auguraba la catarsis que acabaría con todo lo existente. El propio Bellochio explicó que se quedó prendado de la frase «porque creaba esa distancia sideral que quería representar … La Cina è vicina era algo cómico, provocador y grotesco».

Pocos años después, a mediados de los 70, leí el libro de Alain Peyrefitte «Cuando China despierte». El autor había omitido en ese título la segunda parte de la cita atribuida a Napoleón: «Cuando China despierte, el mundo temblará».

Pero en Europa actuamos como si no nos diéramos cuenta de que la más imperfecta, torpe, desalmada o ridícula de las democracias es preferible a la mejor maquillada de las dictaduras.

Tal vez porque era la etapa en la que el pensamiento dominante asociaba el despertar económico con la democratización política. Así estaba ocurriendo en Grecia, Portugal y España. Así ocurriría después en la Europa del Este.

Pero Tiananmen enterró esa ecuación en China. Xi pretende que sea para siempre y por eso ha proclamado que «el rejuvenecimiento de la nación china se ha convertido en el mayor sueño de la raza china -atención a la palabra «raza»- de la era moderna».

Un sueño monolítica y férreamente ejecutado por el partido único. Comunista, por supuesto.

Medio siglo después, la profecía de Peyrefitte se ha hecho realidad. China ha «despertado» y debería hacernos «temblar». La «distancia sideral» de la que hablaba Bellocchio ya no existe. No es que China esté cerca. Es que China ya está aquí, dentro de nosotros, intentando dominar el mundo.

Pero en Europa actuamos como si no nos diéramos cuenta de que la más imperfecta, torpe, desalmada o ridícula de las democracias es preferible a la mejor maquillada de las dictaduras.

Parece que no hubiéramos aprendido la lección. Los que predican la condescendencia hacia el régimen de Xi, con el pretexto de que el adversario de mi adversario puede ser mi aliado -y, por qué no, mi protector-, recuerdan cada día más a los que hicieron lo mismo con la Alemania nazi.

Y los que lo observan con indiferencia se asemejan a esos cuervos mutilados de la Torre de Londres que nunca se sentirán cautivos ni echarán de menos poder volar.