IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El recurso político al TC contra la amnistía puede resultar contraproducente. Ésta es la hora de los jueces

Resulta penoso decirlo pero la batalla política de la amnistía está perdida. Aunque lo estaba desde el principio, por aritmética parlamentaria y por falta de autonomía moral en el seno del Partido Socialista, desde el jueves la derrota es definitiva porque la razón no basta si no cuenta con el respaldo de una mayoría. Así que sólo queda la vía jurídica. Es la hora de los jueces, a la vez servidores e intérpretes del Derecho, y la única posibilidad viable de que no se consume el desafuero, o al menos no del todo, depende de ellos. De los jueces españoles y en última –o quizá primera– instancia de los europeos.

Por eso parece un error el recurso al Tribunal Constitucional anunciado por varias autonomías gobernadas por el PP, más Castilla-La Mancha, en uso de su legítimo albedrío. El TC es un órgano mixto, con jurisdicción exclusiva independiente del poder judicial, y diez de sus doce magistrados son elegidos –designados– por las Cortes y por el Gobierno, es decir, por los partidos, un factor que el sanchismo ha aprovechado para imbuirlo de marcado carácter ideológico y político. Su actual presidente, Cándido Conde-Pumpido, es un jurista de incuestionable prestigio cuyos saberes unánimemente reconocidos están impregnados por la filosofía del constructivismo, la teoría de una interpretación creativa y adaptadiza –contextualizada según las circunstancias sociales–del corpus normativo.

A ningún ciudadano con un mínimo de información se le escapa la sintonía entre el sector mayoritario de la Corte de Garantías y el rumbo legislativo del Ejecutivo de Pedro Sánchez. Algunos expertos aprecian una patente influencia constructivista en los argumentos con que la exposición de motivos de la ley de impunidad para los separatistas catalanes defiende y justifica su polémico encaje en los principios constitucionales. Sin prejuzgar sobre la independencia de criterio de nadie, la propia composición del Tribunal y las posiciones individuales de sus miembros en sentencias recientes permiten aventurar un cierto sesgo –o un sesgo cierto– en su arbitraje. Dicho de otra forma, la posibilidad de un fallo a favor de los recurrentes se antoja poco viable.

La decisión de plantear conflicto de constitucionalidad contra una norma tachada de injusta y arbitraria guarda plena coherencia. Una actitud pasiva de la oposición sería difícil de entender sin sospechas. Pero hay un problema, y es que un probable aval del máximo intérprete de la Carta Magna condicionaría sobremanera el margen de actuación, y en su caso de rectificación, de la justicia europea, a la que el Supremo va a elevar cuestión prejudicial con toda certeza. Existe, pues, un dilema entre la ética y la conveniencia, entre el quijotismo y el pragmatismo, entre la lógica y la estrategia. Y suele ser mala receta que los bomberos que acuden a sofocar un incendio se pisen entre ellos la manguera.