Rebeca Argudo-ABC
- El poder político pretende silenciar al incómodo, al poco complaciente
«Aquí todos los periodistas pueden preguntar y son bienvenidos», decía Isabel Díaz Ayuso hace unos días, «no expulsamos a ninguno ni los dejamos fuera por incómodas que sean sus preguntas». La reacción del PSOE ante estas palabras era señalar que la presidenta de la Comunidad de Madrid se sitúa siempre en el lado incorrecto de la historia. De esta afirmación se desprenden, de manera inequívoca, dos máximas: que, en opinión de la formación en el Gobierno, es aceptable (y deseable) que no se permita a todos los periodistas preguntar libremente para informar en consecuencia y que expulsar a quienes resulten incómodos, dificultando el ejercicio de su trabajo, es correcto. Lo extraño no es que el poder político pretenda silenciar al incómodo, al poco complaciente o al que disiente (la aspiración totalitaria por controlar las ideas y su libre expresión y difusión ha sido siempre una amenaza constante para las libertades y los derechos a lo largo de la historia); lo sorprendente es un reconocimiento tan desacomplejado y explícito. A esta pulsión censora, además, hay que sumar la jacarandosa cooperación servil de ciertos periodistas instalados desde hace tiempo en el activismo (en ocasiones, incluso, en una rabiosa e indisimulada militancia) que, como apuntaba hace no tanto mi compañero David Alandete, se autodesignan ahora como guardianes de la probidad profesional (no se rían, por favor) y como imparciales árbitros que diriman no solo qué medios son legítimos y cuáles son seudomedios, sino quién puede ejercer el oficio y quién no. No menos peligroso que esto me parece que ciudadanos con, aparentemente, sus capacidades cognitivas intactas estén de acuerdo con ello, que celebren como positivo para nuestra sociedad que sean estos, en connivencia con quien ostenta el poder, quienes pretendan ejercer un control sobre la prensa que, inevitablemente, desembocará en el silenciamiento del que discrepa. En censura, por entendernos. Esta complacencia (en lugar de resistencia) es preocupante: el primer paso para perder libertades es pensar que están aseguradas, que no hay que defenderlas frente a nada. Yo no tengo muy claro que sean el Ejecutivo y sus apologetas los más indicados para ejercer de vigilantes de la libertad de prensa. Es más, creo que son los menos recomendables para ello. ¿De verdad queremos transferir al Estado nuestra libertad para recibir información fiable, nuestra responsabilidad para decidir en quién confiamos para hacerlo? ¿Es la mejor idea hacerlo justo ahora, cuando se encuentra asediado por inauditas sospechas de corrupción y con varios y escandalosos casos judicializados en los que están implicadas personalidades alarmantemente cercanas al presidente del Gobierno? Alguien dispuesto a horadar el derecho a la libertad de prensa en democracia solo puede hacerlo si no le importa que, cuando no esté en el poder y sean sus ideas las que estén en la oposición, otros hagan lo mismo. O bien no contempla la alternancia política como una posibilidad y, por lo tanto, no teme que eso ocurra. Ambas deberían hacernos desconfiar, a poco que apreciemos nuestras libertades. A veces, defender a los más cafres es la única opción.