ABC-IGNACIO CAMACHO

El voto de la derecha procede de ciudadanos que daban por descontado que si había mayoría conjunta habría pactos

CUANDO acaben de gallear, o de abrirse de plumas como pavos reales en el cortejo de los pactos, los dirigentes de los partidos del centro-derecha –del centro y la derecha, para ser más precisos– deberían pararse siquiera un momento a reflexionar sobre la opinión de quienes los han votado. Aunque sea cierto que a falta de segunda vuelta tienen la potestad de interpretar el sentido de sus votos, y hasta de comerciar con ellos, eso no significa que los puedan convertir en un cheque en blanco. Por si acaso, conviene recordárselo: salvando los militantes, los aspirantes a cargo y algunos electores ideológicamente hiperventilados, la mayoría de sus sufragios –de los de los tres– procede de ciudadanos que daban por descontado su entendimiento automático. Y que comparten un mismo modelo de sociedad, liberal con toques conservadores o al revés, que consideran amenazado por la hegemonía de una izquierda dispuesta a revocarlo. Gente que difícilmente aceptará que esa sencilla aspiración acabe en fracaso porque sus representantes electos prefieran atender a sus intereses partidarios o a sus planteamientos de largo plazo. Por supuesto que lo pueden hacer, en su derecho están, pero a ver cómo gestionan durante cuatro años la frustración de los que sienten, porque saben contar, que en conjunto han ganado.

Esto de los vetos, las amenazas o las exhibiciones de fuerza –que si yo con éstos no me siento, que si tengo que entrar en el Gobierno, que sin una foto grupal no pienso hablar con aquellos– está muy bien para hacerse valer durante los ritos preliminares de apareamiento. Aun así sería bueno no exagerar para no tener que arrepentirse de haber ido demasiado lejos. Eso del «marxismo cultural», por ejemplo, que Vox aprecia en los presupuestos andaluces, es una hipérbole cómica más que un exceso; por mucha imaginación que se ponga, no hay modo de verle el lado bolchevique, ni siquiera socialdemócrata, a un tipo tan de orden como Juanma Moreno. La política no consiste sólo en declaraciones y gestos, ese vicio posmoderno. Al final, lo que importa en casos como éstos es si hay o no hay voluntad y capacidad de llegar a acuerdos, de sentarse y no volverse a levantar hasta concertar un arreglo. Para eso se necesita lo que Berlinguer, el apóstol del «compromiso histórico», llamaba culo di ferro.

Cada cual es libre de establecer sus estrategias, pero la fase de tanteo –y de tonteo– tiene un recorrido limitado antes de pasarse de vueltas. De momento sólo el PP está en su sitio, como un adulto a la espera de que sus colegas abandonen el coqueteo con la adolescencia. Cs debe decidir qué quiere ser de mayor, supuesto que alguna vez lo sea, y Vox si piensa quedarse en la estéril marginalidad de la protesta. Y ninguno de los tres puede olvidar lo que representan: la opción de una clase media que como se canse de perder acabará dándole una patada a la mesa.