Miquel Iriondo-El Imparcial
La ignorancia es muy mala compañera, en especial cuando te gusta. ¿Cuántos no tienen ni idea de que el Sáhara fue una colonia española, y que llegó a ser la provincia número 53 de España? ¿Se pueden imaginar siquiera que una abuela saharaui siga hoy llamando a aquella época pasada los buenos tiempos? Quizá porque desde que los abandonamos en manos de Marruecos, esa señora vive en un campamento de refugiados. Sea como sea, “está orgullosa de haber sido española y todavía conserva su carnet de identidad, pero no le sirve de nada porque está caducado. Hace cuarenta y seis años que caducó, pero ella sigue igual de orgullosa y guarda su carnet como un tesoro”.
Leo Nómadas (Ed. Trampa), un relato del geólogo y escritor Jorge Molinero que da voz a un joven saharaui de 17 años, Moha, nacido en un campamento de refugiados. Nunca tuvo bicicleta, ni televisión. En su jaima no había electricidad. Pero allí siempre estuvo escolarizado, nunca faltaba a clase y obtenía espléndidas notas. Por esto le seleccionaron para venir a España con una familia de acogida, por esto Moha no fue un mena (de Menores Extranjeros No Acompañados).
El muchacho cuenta que, en el Sáhara, cuando nacía un bebé no se apuntaba el día en ningún papel: “En el desierto la gente nace en el año de las lluvias, o en el año del cólera, o en el de los bombardeos, o en el de la sequía, o en el de la enfermedad de las camellas. Naces en ese tipo de años”. Una radiografía de la mano permite averiguar la edad ósea, así se llegó a enterar de que tenía unos doce años.
Como nada humano nos es ajeno, no debemos desentendernos de los testimonios de miles de niños separados de sus familias. ¿Qué es de cada uno de ellos, pueden imaginar algún porvenir? ¿Qué será, a fin de cuentas, de todos nosotros?
Moha sigue en contacto con sus padres ‘de allí’ (los biológicos, los verdaderos para él) y vive con sus padres y hermanos ‘de aquí’ (su familia de acogida, no menos auténtica). Todos ellos le son irrenunciables. Habla hassania, español y catalán, perfecta e indistintamente, de forma natural. Más de una vez le han soltado el insulto ‘moro de mierda’, y sabe por experiencia propia que en las discotecas es frecuente que se prohíba entrar a quienes no son blancos; los afectados no denuncian este veto que es inconstitucional y vejatorio, para no ‘perder’ el tiempo y no acabar de estropear su rato de fiesta, pero yo quiero hacerlo constar aquí. Hay tipos que obedecen a jefes de cuello blanco y se embrutecen al despreciar y humillar a los ‘débiles’ circunstanciales. La impunidad para estos actos es muy mala cosa para la salud de una sociedad.
Nuestro joven saharaui piensa en dedicarse al trabajo social, algo que atrae bien poco a los varones: “Hay muy pocos hombres en el sector, y hacen mucha falta”. Dice Moha que tiene amigos de padres marroquíes, bolivianos, ecuatorianos, salvadoreños, dominicanos, malienses, senegaleses, rumanos y de otros países; “también tengo amigos saharuis como yo”. Dice que él es moro y que nunca será español ni europeo, “por muchos papeles o tarjetas que me den”. Siente orgullo de serlo y no tiene complejo de inferioridad, su familia española le apoya de todo corazón, con cariño y respeto máximo, sin paternalismo. Comparten su sentido del honor, él no se explica cómo hay gente que cree en quienes hacen lo contrario de lo que dicen.
Pero Moha no sólo es ‘saharaui’. Cuando va al desierto lo ven algo diferente a los nómadas del lugar y le llaman násara, esto es, europeo. Y apostilla: “significa cristianos, pero da igual, les llamamos así a todos, sean cristianos o no”; de hecho, násara es el singular de nasarani (nazarenos). Algo parecido le sucede a una de sus amigas, Jadya, que entre los marroquíes se siente española, y entre los españoles marroquí. Y esta dinámica es absolutamente común en todas las partes del mundo.
El libro de Jorge Molinero lo ha prologado Ousman Umar, un hombre joven, que nació en Ghana y llegó a España en patera. Fue un mena, que ahora tiene estudios universitarios. Resuena poderosa esta frase: “Todos los africanos hemos llegado a España para cumplir algún sueño”. Que esto sea así es un honor y una responsabilidad para nosotros los españoles.
En mi caso, yo soy español, pero no tengo sólo esa identidad. De ningún modo acepto mandarines que me dicten cómo he de serlo, tampoco cómo he de ser catalán o cómo debo ‘pensar y actuar’ como hombre. Mis identidades solapadas van siempre a mi aire, a mi manera, y me permiten acercarme de tú a tú a los ‘diferentes’. Influir sobre ellos y recibir, a la vez, su influencia. Así me enriquezco libremente con todo aquello que me merece simpatía, admiración y alegría. Un mundo intercultural en expansión, sin endogamia ni capillitas.